¿Quién le teme a las «noticias falsas»?

Los medios masivos de comunicación han sido los grandes difusores de «fake news». Hoy han perdido su monopolio de información y con todo atacan a su adversario: la red.

«El hombre que no lee es una persona más educada que la persona que no lee nada más que los periódicos». Fueron las manos de Thomas Jefferson, flamante padre fundador de la democracia en los Estados Unidos, las encargadas de unir tal conjunto de palabras a ser inmortalizadas en tan fascinante frase. Y radica ahí una sabiduría subrepticia, capaz de destruir en un santiamén el mito de sufrir en exclusiva en esta era de fenómenos atemorizantes como la posverdad y las fake news. La idea de habitar en un nuevo y oscuro periodo de la evolución humana en el que se esparcen noticias alejadas de la realidad, al que se ve abocada la especie producto del esparcimiento a todos los rincones del globo de Internet, es, tragicómicamente, tal vez, el mito y la mentira más grandes de estos días.

Las noticias falsas son tan antiguas como las noticias mismas. «La libertad de la imprenta es la libertad del dueño de la imprenta», aleccionaba con exactitud el ex presidente Rafael Correa. «La opinión pública es la opinión de los dueños de los medios de comunicación», ilustraba Ignacio Ramonet, experto en la materia, durante una de sus poderosas conferencias sobre el tópico. Jonathan Albright, Director de Investigación del Tow Center for Digital Journalism de la Universidad de Columbia, define este tipo de información como «Un contenido que puede ser viral y que muchas veces está sacado de contexto. Está relacionado con la desinformación y la propaganda, y se asemeja a un engaño intencional». Obedeciendo a ese concepto, se acierta el calificar los mitos de la colonización de América por parte de los europeos como una poderosa operación de noticias falsas para justificar el saqueo y legitimar la barbarie, la explotación del nuevo mundo por parte de la llamada civilización.

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¿Quién se robó el sueño americano?

A quién se debe culpar de que sea hoy Estados Unidos un Estado Fallido.

Los latinoamericanos han sabido hacer una broma de un tratado político. Según los naturales a esas tierras, «en los Estados Unidos los golpes de Estado no se habían presentado porque ese país no ha tenido jamás en su territorio una embajada de los Estados Unidos». La lista de interrupciones de los procesos democráticos en países al sur del imperio norteamericano es tan extensa como espantosa y constante. La participación de los gringos en estos crímenes contra la democracia es una regular. El término, dicho sea de paso, proviene de una histórica y diciente expresión usada por indígenas mexicanos quienes refiriéndose al color verde de los uniformes de los invasores militares estadounidenses les reclamaban: «green, go», durante la Guerra Mexicano-Estadounidense.

Pero la broma por poco habría de finalizar ese 6 de enero cuando un grupo de ciudadanos se rebelaron contra el proceso democrático de su país buscando impedir la próxima posesión de un presidente electo por los votos. Seguidores ofuscados de Donald Trump, envalentonados por el discurso de su líder, desataron un breve caos institucional y, por un corto periodo de tiempo, enterraron la democracia en el país más poderoso de América. Aunque sea una «ilusión de democracia», parafraseando al lúcido comediante George Carlin, la habida en el coloso del norte no deja de ser una y el asalto al capitolio fue su momento más bajo. Pero aunque terrible, la situación no fue una excepcional. Tan es así que no pareció a nadie sorprender. Y es que el proceso de desintegración en los Estados Unidos es de larga data y la manifestación del principio de 2021 no es más que la estaca en el corazón a la organización política de esa nación, a la que desde ese día se puede denominar oficialmente lo que desde hace un tiempo para muchos de sus habitantes ha venido siendo: un «Estado Fallido».

Donald Trump.
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¿Qué esconde la Guerra Contra las Drogas?

¿Cómo manejan un cartel de las drogas los grandes capos? Como si grandes CEO fueran.

Hay cifras que, en su crudeza, alcanzan a explicar una época entera. En 1998 la ONU declaró su intención de alcanzar «un mundo libre de drogas»; y, una década después, el consumo de cocaína, heroína y mariguana se superaba a sí mismo en un 50% a nivel global. El tamaño del fracaso se hace uno de tipo incomprensible cuando se adiciona que durante ese mismo periodo se ha efectuado una inversión de cerca de un billón de dólares anuales a nivel global enfocados en tener el mundo ideado por la organización que aglomera a los Estados del planeta.

Las cifras expuestas son tomadas del excelente trabajo de investigación de Tom Wainwright, plasmado con claridad en un libro con título en español «Narconomics. Cómo administrar un cártel de drogas». El subtítulo es uno absolutamente amarillista, al no ser la intención de las páginas escritas convertirse en un manual a seguir por alguien interesado en fundar el próximo gran grupo traficante de drogas ilegales. Es, por el contrario, la verdadera meta deseada explicar cómo es que los principales carteles de droga del mundo han logrado convertirse en perfectas empresas multinacionales aplicando medidas paralelas a las usadas por los grandes emporios económicos de nuestro tiempo, sean Walmart, Disney, Coca Cola…

Penguin Books Australia Tom Wainwright - Penguin Books Australia
Penguin Books Australia Tom Wainwright – Penguin Books Austral

El contexto recuerda a la valiente periodista mexicana Anabel Hernández, quien sacudió el público de su país con el lanzamiento de su escrito «El Traidor», en el que reveló el diario personal de Vicentillo, uno de los grandes capos de la droga en todo el planeta. En una de las entrevistas de promoción de su obra, Hernández recordó cómo, ella, desde siempre, se rehusó a creer que Joaquín Archivaldo Guzmán Loera, el «Chapo», fuera el jefe más importante de uno de los cárteles más poderosos de uno de los negocios más grandes de todo el mundo. En pocas palabras, veía en él a alguien sin las suficientes capacidades para administrar todos los retos contraídos por un emporio, como lo es cualquier organización traficante de cocaína y mariguana de México.

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