«En el mundo existe la esclavitud del rico, pues el rico está al servicio de la tiranía de su riqueza, que siempre es poca”.
San Juan Crisóstomo.
No se es tanto un ciudadano como un monarca moderno cuando se controla un imperio empresarial del tamaño del que señoreaba John D. Rockefeller. Pero enfrentado a una nación creyente con efervescencia en los valores definitorios de la democracia, mantener tan magnificado estatus produce una aterradora amenaza que empieza a acechar los portones evitando el paso de la plebe a la fortaleza. El pasado recordándole que sus hermanos estadounidenses incendiaron antorchas para ocupar las oscuras calles de las ciudades hasta acabar con un reinado político oprimiéndolos, era una pesadilla sufrida en vida por el monopolista petrolero por excelencia. Pero una propuesta, de Frederik Taylor Gates, serviría como un huracán cuyos vientos habrían de apagar las ardientes llamas agitadas que ya empezaban a encender los ciudadanos.
De la epifanía del banquero nacido en Seattle emergería la Fundación Rockefeller, gigante corporativo erigido como fachada para purificar comportamientos, aunque innobles, unos permitidos por la ley. Detrás de sus enormes ventanales se ocultaba la esencia de su gran financiador, el magnate petrolero conocido como abusivo explotador y salvaje negociante, el jefe del clan familiar Rockefeller. El enfoque de la organización filantrópica recaería en la medicina, en su modernización y avances a través de la investigación. Y así, en 1901, Gates cortaba la cinta del Instituto Rockefeller de Investigación Médica, más tarde bautizado como la Universidad Rockefeller. Los lazos amarrando el pasado con la actual cotidianidad son unos atados con firmeza: Frederik Taylor Gates es lejano familiar del conocido fundador de Microsoft, el señor William «Bill» Gates.
