¿El tiempo del sindicalismo?

¿Es el mundo de hoy la promesa cumplida de los neoliberales o uno adscrito a cada palabra de las aterradoras profecías de Karl Marx? La opresora pobreza vecina de la opulencia liberadora otorga la razón al filósofo alemán. Y siendo la inequidad el origen de todos los males económicos cercenando los sueños de millones, está en los sindicatos, más que en los gobiernos, la fuente de poder para producir la más necesaria transformación: la justa repartición de la riqueza en el lugar de trabajo. Y no se ha escrito un mejor argumento para mejorar las condiciones de los trabajadores que lo legado por el autor de «Das Kapital».

“La acumulación de riqueza en un polo es, por lo tanto, al mismo tiempo acumulación de miseria, agonía del trabajo, esclavitud, ignorancia, brutalidad, degradación mental, en el polo opuesto, es decir, del lado de la clase que produce su producto en forma de capital”.

Karl Marx

Las sociedades se resisten siempre a los cambios, incluso de ser necesarios. Son siempre unos actores, en particulares condiciones, los capacitados para inducir las trasformaciones precisadas para avanzar. Ha sido la historia de la evolución humana una constante apuesta entre los beneficios prometidos por adquirir nuevos modelos de desarrollo o permanecer impasible por miedo a perder lo consagrado.

La sabiduría humana se resguarda en la historia y su estudio ofrece perspectivas más aclaradoras. En la década de los setenta del siglo pasado el sector corporativo internacional hallaba en las restricciones de la posguerra unas cadenas aprisionando su afán de lucro. Dos elementos limitaban sus deseos expansionistas: el patrón oro-dólar y la industrialización en Asia y América Latina. La banca, siempre inquieta con el dinero, encontraba en la restricción monetaria una muralla impidiendo su paso a desaforadas apuestas, pues al atar el dólar a la cantidad de oro disponible se confinaba la impresión privada a través de los depósitos. Para el sector real, su razón para la preocupación era la indetenible caída de la tasa de rentabilidad, acorde a lo enseñado por Michael Roberts. Y, en un mercado mundial de un único productor, los Estados Unidos, la posición natural de monopolista era envidiable; pero, con Europa recuperándose de los rezagos de las Guerras Mundiales y Asía avanzando con sus políticas de la industria naciente, la teoría económica habría de hacerse realidad: la competencia empequeñeció aún más los beneficios.

Michael Roberts
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Wall Street, ¿el cáncer de la economía?

Boeing, en su maldito afán de ahorrar costos precipitadamente, decidió no informar a ningún piloto en el mundo sobre el nuevo sistema instalado en sus aeronaves y, por lógica fácilmente deducible, no había dictado ningún protocolo de respuesta en caso de que este fallara.

Durante el metraje de “Hairspray”, la insuperable adaptación para cine hecha por Adam Shankman de la obra de Broadway que arrasó en los premios Tony de 2003, la que a su vez está basada en la intranquilizadora película de los años ochenta dirigida por John Waters, un momento mínimo dentro del filme, pero capital para la historia del cine, se presenta sutilmente. Mientras Penny Pingleton (Amanda Byrnes) fuerza a mirar la pantalla de televisión a Edna Turnblad (John Travolta) para que vea a su hija brillar, la confundida madre le dice a la amiga de su retoño que ya ella “sabe la verdad, que todo fue filmado en un gran set de Hollywood”.

El hecho de que los sucesos del filme se ubiquen en los años sesenta es el contexto necesario para entender la frase del personaje. Y es que hasta hace muy poco la ignorancia del espectador frente al proceso de filmación era absoluta, haciendo del visionado de cualquier película una experiencia mágica y abrumadora, con un gran impacto sobre cualquiera que tuviera oportunidad de disfrutar con las imágenes en movimiento proyectadas en la gran pantalla. En esa época, era una chiva noticiosa de la mayor importancia descubrir que, cuando en una película se veía un hombre colgado de un reloj en un rascacielos, no se filmaba a la persona desde lo alto de un edificio sino en la seguridad de un set y falseando todo el mundo alrededor suyo.

Harold Lloyd en «Safety Last».
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Gustavo Petro: ¿terror, esperanza o revolución?

Al Petro proponer una transición productiva, basada en el conocimiento y organizada para recibir masas de turistas internacionales, puede estar elaborándose un poderoso renglón de la economía, uno lo suficientemente fuerte para impulsar el desarrollo y desatar una verdadera revolución.

Los cambios, cuando importantes, consagran transformaciones. Y aquellas que son relevantes, contraen incomodidades. La visión en un horizonte prometedor hace soportar los sufrimientos cotidianos. Así, se aboca Colombia indetenible, aunque muy tardía, a su primer gobierno nacional ajeno al establecimiento político, impulsada por la ilusión de imponer la transición de la que engendrará un mañana opuesto a la cruda realidad que ha sido la cotidianidad del país durante toda su historia moderna. Un primer foráneo a la casta criminal y oligárquica (en el sentido aristotélico del concepto) cuyo legado es nada distinto a una era de explotación bajo el yugo de la violencia y el derramamiento de rios de sangre para usurpar las riquezas nacionales, se dispone a tomar posesión en el cargo más apetecido por todo político colombiano.

Gustavo Petro Urrego, tan indescriptible como fascinante, tan impredecible como contundente, un hijo de las revoluciones políticas más valientes del Siglo XX, ha desarrollado un programa de gobierno irresistible para la gran mayoría de sus compatriotas, estructurando en cada línea de él el cómo construir una política pública que le otorgue al país las herramientas requeridas para afrontar con éxito los retos más acuciantes de un futuro a hoy vislumbrado como alarmante. Y no obstante tan prometedor escenario, la profunda ilusión desatada en cada uno de los electores del candidato no proviene tanto por las ideas plasmadas en su programa de gobierno, sino en la absoluta confianza habida en cada uno de ellos de que, una vez haya tomado él posesión como presidente de la República de Colombia, sus promesas cobrarán vida en la realidad y los resultados de ellas a muchos darán una primera oportunidad.

Gustavo Petro Urrego
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¿Por qué se gasta en armas durante una pandemia?

«No se producen armas para ser usadas en guerras, se producen guerras para poder usar las armas creadas».

Denunciaba el europarlamentario socialista francés Daniel Cohn-Bendit en 2013, en su espacio por excelencia, en el pleno del Parlamento Europeo, la hipocresía de sus colegas con respecto a una Grecia en bancarrota. Su crítica fue demoledora por lo certera: a la par que los poderosos del Viejo Continente exigían al país heleno una considerable reducción en sus gastos para solventar los problemas de deudas y déficit, no escatimaban esfuerzos para convencerlo de adquirir fragatas, aviones y helicópteros franceses por cerca de 3.000 millones de euros, además de submarinos alemanes por 1.000 millones de euros más. Poco más de un lustro después, en pleno 2021, sin haber superado la debacle a la que sucumbió la nación consecuencia de las hipotecas subprime de 2007, con el Sars-Cov-2 arrinconando a su economía hasta empujarla al precipicio, el gobierno griego defiende la adquisición de aviones franceses Rafale por 2.500 millones de dólares. Podría parecer una excepción a la regla, una pésima tradición de los gobernantes a cargo del país mediterráneo; pero el hecho encuentra un exacto reflejo al otro lado del planeta: en Colombia, un país sufriendo una de sus peores crisis económicas en toda su historia republicana, incrementada por las consecuencias de la pandemia de salud global, su gobierno se afana por comprar cuatro aviones F-16 de Lockheed Martin buscando con desespero 4.000 millones de dólares, que no tiene, para adquirirlos. 

En ambos casos se sustentó la controversial transacción con justificaciones calcadas: para los griegos las amenazas de su vecino Turquía eran anuncios de un conflicto inminente y se requería un notorio fortalecimiento de sus fuerzas de seguridad nacional. En la región sudamericana, el gobierno colombiano considera a su vecino, Venezuela, el centro del terrorismo mundial y un villano planeando invadir su territorio en un plazo breve, obligándolo a poseer las nuevas armas. «Son una estrategia de defensa nacional», postulan desde las altas esferas. Pero la realidad parece ser muy distante: todo indica es un gran negocio, repartiendo jugosas primas de ganancia entre políticos, consultores, analistas y militares, todos con regular presencia en los medios de comunicación más masivos, repitiendo un cacareado discurso de sufrir la peor debacle nacional en caso de no poseer ese equipo. ¿Qué es más fácil de creer? ¿Que los personajes promoviendo las compras son ciudadanos desinteresados preocupados por el futuro de todos; o que son comisionistas de esa venta esperando una ganancia masiva por su realización?

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¿Por qué Juan Manuel Santos saboteó su proceso de paz?

La incógnita proviene de un hecho irrefutable: el ex presidente dejó huérfano el recién nacido acuerdo y lo entregó al peor padre adoptivo imaginado. ¿Cómo entender tal dicotomía? ¿Cómo procesar tal desparpajo por un proceso por poco imposible de consagrar y merecedor de aplausos a nivel planetario? Sencillo, realmente: y pasa porque Juan Manuel Santos es no una parte del establecimiento político de su país, sino su misma esencia: una oligarquía sangrienta que mantiene sus privilegios a sangre y fuego. Con ese prisma es comprensible que para él y para los suyos, la paz en su territorio, la real, la nacida de una justicia social, esa no les es funcional.

El antiguo primer mandatario de los colombianos le interesaba la firma del acuerdo, la puesta en escena en Cartagena copada de figuras internacionales de primer orden, las alabanzas en los principales foros mundiales por sus esfuerzos por el diálogo; pero la paz en Colombia, aquella nacida de una sociedad justa y llena de oportunidades para sus compatriotas, de esa él parece ser su más acérrimo enemigo. Juan Manuel Santos cambió todo buscando que en el fondo, absolutamente nada fuera a cambiar. Nunca antes la frase del senador Jorge Enrique Robledo, «a ellos les va mal cuando al país le va bien», fue más acertada que en el caso del proceso de paz. 

Juan Manuel Santos. Foto Editorial Planeta.
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