¿Es «The Walking Dead» un manifiesto?

Pero la inserción de un último villano es de donde se podría tomar el mayor paralelismo entre la serie y la política internacional contemporánea.

Las cinco primeras temporadas de la producción de AMC fueron un elixir audiovisual orgásmico. Las críticas feroces recibidas por las siguientes entregas son todas merecidas. En sus inicios, incluso, como pieza de entretenimiento se permitió cimas consideradas inconquistables en su tiempo. Por rememorar la máxima, en algún momento hubo más televisores en los Estados Unidos encendidos viendo a los caminantes de la serie que a los corredores del fútbol americano del NBC’s Sunday Night Football. Nunca antes se había derrocado así al rey de la grilla televisiva.

Y es tentador explicar la magnitud de tan inmenso éxito excavando en la profundidades de sus fotogramas. Porque disfrutar de «The Walking Dead» como una serie de zombies es perderse la esencia de toda su puesta en escena. Es que su metraje, desarrollado dentro de una de las instituciones más capitalistas de nuestro tiempo, la televisiva norteamericana, es la crítica más sutil y elaborada de una nación que sabe ha dejado sus mejores momentos atrás. Y lo hace con la grandeza de los genios: de manera subrepticia, sembrando ideas en las mentes de los espectadores, sin ellos siquiera notarlo, promoviendo un cambio de patrones de comportamiento a futuro. En el pasado, los escritores de Hollywood, vetados por el establecimiento más conservador, se encontraban impedidos a desarrollar en su arte sus ideas más heterodoxas con tranquilidad, siendo forzados a actuar a través de la sugestión y explayando, en el trasfondo de la pantalla, sus posturas más radicales.

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