¿Estafadores o capitalistas?

Y se debe indagar, «¿no pagó Netflix por contar su historia? Ya con un filme superando todas las expectativas de rentabilidad, ¿no pudieron compartir con las víctimas un pequeño porcentaje de las ganancias?

Creo que ella es un producto de esa cultura del ajetreo. Y lo realmente interesante de todas estas historias de estafadores es que, sin darse cuenta, exponen que vivimos en una cultura venenosa.

Jessica Pressler

“La desvalorización del mundo humano crece en razón directa de la valorización del mundo de las cosas”.

Karl Marx

Las columnas soportando la estructura sobre la que se cimienta el capitalismo están peligrosamente aquebrantadas y prontas a colapsar. Si la economía es un sistema metabólico, un cáncer ha invadido y hecho metástasis esparciéndose a través de todos los órganos. Y el problema, como casi siempre pasa con esa enfermedad, es uno de tipo emocional, consecuencia de haber cimentado su existencia y expansión en la aplicación y ampliación de dos valores indeseables: el estafar y explotar. Pagar el salario mínimo más paupérrimo posible es una obsesión; cobrar al cliente el precio máximo soportable es una misión. Y concluye, inevitablemente, semejante forma de mancomunar, en nada distinto a la creación de una sociedad espantosa para las mayorías, incentivando en ella la reinstauración de la esclavitud -en las cárceles de Estados Unidos o en las periferias de Asia-; y el extraer la mayor cantidad de dinero posible a sus pares, incluso con la aplicación de medidas innobles.

Semejante base como filosofía ha hecho mutar todos los ideales humanos habidos en el modo de producción hacía una obsesión, un concepto peligroso, un mantra empresarial moderno sobre el que se erigió la era neoliberal: la maximización de valor para el accionista. Todo está permitido en el amor, la guerra… y ahora también en los negocios. Y es este un mandato tan inmenso como un sol que irradia hasta alcanzar con su luz cada espacio de la economía moderna actual, afectando a cada individuo perteneciente a ella, sea aquel en la cima más alta de la pirámide o al ubicado en el puesto del ladrillo que más soporta peso en la base. Y es capaz de a cada cual definirles todo su actuar.

Anna Delvey
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¿No hay más un cuarto poder?

La historia de la humanidad es una de opresiones y dominaciones, pero también de la lucha y la resistencia contra estas opresiones y explotaciones.

Todo poder público erigido como Estado en sociedad alguna jactándose de ser democrática debe contener un contrapoder circunscribiendo su impacto y confinando sus alcances. Esa máxima ha sido principio irrestricto de la teoría política desde los clásicos. Y la razón de su existencia encontraba fundamento en los comportamientos de las instituciones durante la cotidianidad. Las naciones dotaron a sus Estados con una función legislativa, otra ejecutiva y una última judicial, construyendo un tríptico del poder político. La interacción entre ellas se consideraba un sistema de pesos y contrapesos funcional al gobierno, al parlamento y a las cortes. Cualquier intento de una de ellas (generalmente el ejecutivo) por expandir sus capacidades más allá de su esfera de influencia natural, sería limitada al chocar con la circunscripción de otra rama del poder (generalmente la legislativa, aunque últimamente más la judicial). Pero el diseño era insuficiente desde la perspectiva de la ciudadanía. La inexistencia de un ente desde el cual pudiera ella presionar el abuso de las otras, era un vacío inconsistente con sus principios filosóficos. Nación sin poder no es democracia.

Los medios de información, el periodismo en su más pura esencia, suplieron la necesidad de ese espacio con la denuncia como el arma más poderosa para delimitar las acciones de los hombres y mujeres del Estado, presionando desde su quehacer el encaminarlos hacia su objetivo originario. Ninguna dicha es eterna y, producto de los cambios producidos por la globalización en su fase de pax americana y neoliberal, la sociedad se enfrenta a un nuevo problema. No se previó, por parte de los padres fundadores, la capacidad de que alguna institución, algún ente o una organización pudiera captar las tres ramas del poder público y la del ciudadano, disponiendo de todas ellas a su antojo y enfocarlas hacia la satisfacción de sus necesidades. Es casi indubitable el que hoy, el poder económico, centralizado éste en las grandes corporaciones con alcance global, tiene a su merced Estados enteros y a sus pueblos indefensos frente a su accionar. Su descomunal riqueza lo ha hecho subyugar todas las esferas públicas y, además, dominar los grandes referentes periodísticos. Y debió haber sido previsible: tal capacidad de maniobra, por la que mucho dinero invirtieron, tiene un fin trazado y es ser usada de manera inescrupulosa cuando sus intereses comerciales estén amenazados.

Donald Trump
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¿Por qué se gasta en armas durante una pandemia?

«No se producen armas para ser usadas en guerras, se producen guerras para poder usar las armas creadas».

Denunciaba el europarlamentario socialista francés Daniel Cohn-Bendit en 2013, en su espacio por excelencia, en el pleno del Parlamento Europeo, la hipocresía de sus colegas con respecto a una Grecia en bancarrota. Su crítica fue demoledora por lo certera: a la par que los poderosos del Viejo Continente exigían al país heleno una considerable reducción en sus gastos para solventar los problemas de deudas y déficit, no escatimaban esfuerzos para convencerlo de adquirir fragatas, aviones y helicópteros franceses por cerca de 3.000 millones de euros, además de submarinos alemanes por 1.000 millones de euros más. Poco más de un lustro después, en pleno 2021, sin haber superado la debacle a la que sucumbió la nación consecuencia de las hipotecas subprime de 2007, con el Sars-Cov-2 arrinconando a su economía hasta empujarla al precipicio, el gobierno griego defiende la adquisición de aviones franceses Rafale por 2.500 millones de dólares. Podría parecer una excepción a la regla, una pésima tradición de los gobernantes a cargo del país mediterráneo; pero el hecho encuentra un exacto reflejo al otro lado del planeta: en Colombia, un país sufriendo una de sus peores crisis económicas en toda su historia republicana, incrementada por las consecuencias de la pandemia de salud global, su gobierno se afana por comprar cuatro aviones F-16 de Lockheed Martin buscando con desespero 4.000 millones de dólares, que no tiene, para adquirirlos. 

En ambos casos se sustentó la controversial transacción con justificaciones calcadas: para los griegos las amenazas de su vecino Turquía eran anuncios de un conflicto inminente y se requería un notorio fortalecimiento de sus fuerzas de seguridad nacional. En la región sudamericana, el gobierno colombiano considera a su vecino, Venezuela, el centro del terrorismo mundial y un villano planeando invadir su territorio en un plazo breve, obligándolo a poseer las nuevas armas. «Son una estrategia de defensa nacional», postulan desde las altas esferas. Pero la realidad parece ser muy distante: todo indica es un gran negocio, repartiendo jugosas primas de ganancia entre políticos, consultores, analistas y militares, todos con regular presencia en los medios de comunicación más masivos, repitiendo un cacareado discurso de sufrir la peor debacle nacional en caso de no poseer ese equipo. ¿Qué es más fácil de creer? ¿Que los personajes promoviendo las compras son ciudadanos desinteresados preocupados por el futuro de todos; o que son comisionistas de esa venta esperando una ganancia masiva por su realización?

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¿Quién le teme a las «noticias falsas»?

Los medios masivos de comunicación han sido los grandes difusores de «fake news». Hoy han perdido su monopolio de información y con todo atacan a su adversario: la red.

«El hombre que no lee es una persona más educada que la persona que no lee nada más que los periódicos». Fueron las manos de Thomas Jefferson, flamante padre fundador de la democracia en los Estados Unidos, las encargadas de unir tal conjunto de palabras a ser inmortalizadas en tan fascinante frase. Y radica ahí una sabiduría subrepticia, capaz de destruir en un santiamén el mito de sufrir en exclusiva en esta era de fenómenos atemorizantes como la posverdad y las fake news. La idea de habitar en un nuevo y oscuro periodo de la evolución humana en el que se esparcen noticias alejadas de la realidad, al que se ve abocada la especie producto del esparcimiento a todos los rincones del globo de Internet, es, tragicómicamente, tal vez, el mito y la mentira más grandes de estos días.

Las noticias falsas son tan antiguas como las noticias mismas. «La libertad de la imprenta es la libertad del dueño de la imprenta», aleccionaba con exactitud el ex presidente Rafael Correa. «La opinión pública es la opinión de los dueños de los medios de comunicación», ilustraba Ignacio Ramonet, experto en la materia, durante una de sus poderosas conferencias sobre el tópico. Jonathan Albright, Director de Investigación del Tow Center for Digital Journalism de la Universidad de Columbia, define este tipo de información como «Un contenido que puede ser viral y que muchas veces está sacado de contexto. Está relacionado con la desinformación y la propaganda, y se asemeja a un engaño intencional». Obedeciendo a ese concepto, se acierta el calificar los mitos de la colonización de América por parte de los europeos como una poderosa operación de noticias falsas para justificar el saqueo y legitimar la barbarie, la explotación del nuevo mundo por parte de la llamada civilización.

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