¿Estafadores o capitalistas?

Creo que ella es un producto de esa cultura del ajetreo. Y lo realmente interesante de todas estas historias de estafadores es que, sin darse cuenta, exponen que vivimos en una cultura venenosa.

Jessica Pressler

“La desvalorización del mundo humano crece en razón directa de la valorización del mundo de las cosas”.

Karl Marx

Las columnas soportando la estructura sobre la que se cimienta el capitalismo están peligrosamente aquebrantadas y prontas a colapsar. Si la economía es un sistema metabólico, un cáncer ha invadido y hecho metástasis esparciéndose a través de todos los órganos. Y el problema, como casi siempre pasa con esa enfermedad, es uno de tipo emocional, consecuencia de haber cimentado su existencia y expansión en la aplicación y ampliación de dos valores indeseables: el estafar y explotar. Pagar el salario mínimo más paupérrimo posible es una obsesión; cobrar al cliente el precio máximo soportable es una misión. Y concluye, inevitablemente, semejante forma de mancomunar, en nada distinto a la creación de una sociedad espantosa para las mayorías, incentivando en ella la reinstauración de la esclavitud -en las cárceles de Estados Unidos o en las periferias de Asia-; y el extraer la mayor cantidad de dinero posible a sus pares, incluso con la aplicación de medidas innobles.

Semejante base como filosofía ha hecho mutar todos los ideales humanos habidos en el modo de producción hacía una obsesión, un concepto peligroso, un mantra empresarial moderno sobre el que se erigió la era neoliberal: la maximización de valor para el accionista. Todo está permitido en el amor, la guerra… y ahora también en los negocios. Y es este un mandato tan inmenso como un sol que irradia hasta alcanzar con su luz cada espacio de la economía moderna actual, afectando a cada individuo perteneciente a ella, sea aquel en la cima más alta de la pirámide o al ubicado en el puesto del ladrillo que más soporta peso en la base. Y es capaz de a cada cual definirles todo su actuar.

Anna Delvey

Para el corporativismo moderno, un depredador esclavo de un insaciable afán de lucro, la publicidad se ha establecido como su arma más mortífera en la caza de su presa, de su cliente. El engaño descarado para convencer a la ciudadanía de la relevancia, urgencia, necesidad de adquirir un producto, un servicio, es evidente. Pero, además y más relevante, una táctica tramposa de masiva, descarada y amplía aceptación, una corroendo con cada etapa de su expansión el alma de una sociedad ya corrompida. Porque tal permisividad ante tan deshonrosa táctica de parte de las víctimas del engaño, permite mover el telón sobre el que se esconde el espíritu de la nación y dejar al desnudo sus sentimientos más básicos, desenmascarando que, de ubicarse ellos y ellas en la misma posición de poder, todos replicarían idénticas prácticas.

Marx no se equivocó al aleccionar a la humanidad con que «no es la conciencia del hombre la que determina su ser, sino, por el contrario, el ser social es lo que determina su conciencia». Está la especie humana definida en su totalidad por el ambiente que la circunda. Y así como brotan cosechas podridas de campos infértiles, seres indeseables manan de un mundo donde las relaciones económicas, las más relevantes, están determinadas por el pillaje y la explotación. Y entre esos indeseables, aunque ya unos habituales, sobresalen los grandes y pequeños estafadores. Sobre los segundos Netflix hace documentales y series, sobre los primeros tan solo aparecen pequeñas notas de prensa en ciertos momentos estratégicos, a pesar de sus acciones afectar a millones alrededor de los cinco continentes.

Simon Leviev

Simon Leviev y Anna Soronkin, dos estafadores convertidos en celebridades reconocidas en todos los rincones del planeta gracias a que el par de producciones basadas en sus vidas se han transformado en un éxito masivo de audiencia en la plataforma de retransmisión Netflix, son un par de productos esperados y naturales del sistema dominante de las relaciones sociales actuales. Jessica Pressler, autora de «Maybe She Had So Much Money She Just Lost of It», la pieza del New York Magazine que viralizó a la falsa heredera alemana, entendió a la perfección la situación cuando calificó a su entrevistada como la manifestación de un síntoma mayor, de «una cultura venenosa». Una que ha legitimado engañar, destruir a otros y explotar con regularidad y en nombre de la acumulación del capital.

Personajes de tal calaña pueblan todos los rincones de esta era moderna. Goldman Sachs, bajo el mandato de Lloyd Craig Blankfein, convenció a sus clientes de invertir en productos financieros en los que el banco estaba apostando en contra, por lo tanto, a sabiendas de que pronto verían una considerable caída en su precio y ocasionarían una dolorosa pérdida monetaria a sus clientes. Mauricio Macri, en su tiempo como presidente de Argentina, adquirió el préstamo más grande en la historia de su país como instrumento para financiar una masiva fuga de capitales de personajes con él estrechamente relacionados, engrampando a toda su nación a unos pagos sin un fin visible en el horizonte. En Colombia, como se lee en Las 2 Orillas, «el empresario Luis Carlos Sarmiento Angulo que, a través de las empresas Unipalma S.A.; Pizano S.A.; y Organización Pajonales, le entregó $50 millones a la campaña presidencial, a la postre resultó beneficiado con subsidios por más de $12 mil millones de pesos”, adueñándose de una fortuna destinada a sus compatriotas campesinos. ¿Capitalistas o estafadores?

Luis Carlos Sarmiento

Pero el destino de Leivev y Soronkin, de ser condenados al más vergonzoso ostracismo en los rincones más oscuros de la sociedad, no es compartido por Blankfein, Macri y Sarmiento, quienes parecen destinados por la providencia a reinar en el mundo. Con el acierto que caracteriza a los profetas, Marx vislumbró un sistema capitalista conflictuado por una eterna lucha de clases y, como Warren Buffet lo certificó: la de ellos, la capitalista, es quién hoy está alzándose como la vencedora. La gran bifurcación del sistema se expande entre explotadores y explotados, y sea la desgracia el final para aquellos pertenecientes al último grupo que osen usurpar el papel de los primeros. Porque en un mundo donde el capital se ha convertido en el nuevo dios, el pecado ha dejado de ser «no robar» para transmutar a «no robar a quienes tienen mucho dinero«.

Una poderosa escena de «Inventing Anna», la serie de Netflix sobre la fascinante Anna Sorokin, sorprende por la fuerza en su elocuencia. Viviendo en el centro del huracán como corolario de la fama alcanzada por su escrito, la autora que presenta en sociedad a la estafadora se muestra desmoralizada porque el público, ya uno adicto a su pieza, no captó su verdadera intención. «¿Cuál es el punto?» pregunta pertinentemente en nombre del público su intrigado esposo en la ficción, a lo que responde ella que era «algo acerca de las clases sociales, la movilidad social, la identidad bajo el capitalismo…». En ese mismo episodio, enfocado en averiguar cómo un fenómeno como la célebre timadora se hace realidad, se plasma la respuesta al interrogante en unos pocos fotogramas: una pequeña niña, viviendo en un alejado pueblo de Alemania, encerrada en su cuarto, obnubilada viendo sus paredes llenas de recortes de fotos de prestigiosas revistas enfocadas en promover el glamour como una forma de vida. No es el individuo quien define a la sociedad, sino la sociedad la que define el individuo.

Anna Sorokin

La acumulación originaria de Karl Marx detalla el sangriento origen del capitalismo. A Balzac una frase le fue suficiente para hacer comprender al lector ese momento histórico: «detrás de toda fortuna hay un crimen», sentenció el novelista. En Wall Street, el corazón del capitalismo moderno, lugar de aquellas emblemáticas calles donde Anna Sorokin vivió la vida que siempre soñó, el lema que identifica a los grandes emprendedores que engañan a los poderosos inversores es «fake it until you make it» (pretende que lo eres hasta que lo logres). Sorokin hizo caso al mantra y lo aplicó elevándolo a otro nivel.

Pero Amazon, Apple, Facebook, también inyectaron decenas de millones antes de producir un solo dólar de ganancia. «Fake it till you make it» fue el mecanismo con el que levantaron tal capital. O, como lo denominó el presidente de un poderoso fondo de riesgo en «The Washington Post», incrementaron su riqueza a través del arte de «vender el futuro». Y así funciona: si el mañana es una desgracia, a los emprendedores se le llama «estafadores»; pero si el sol se levanta para aquellos que apostaron por una idea, el mundo los conocerá como «visionarios».

Ellon Musk en Joe Rogan

Jeff Bezos planteó en su plan de negocios a sus inversionistas que, su objetivo, era consolidar un monopolio del retail. Lo logró, pero después de dos décadas de inversiones en una compañía sin encontrar la sagrada rentabilidad. Elon Musk presentó su super autopista subterránea al público y las ansias antecediendo el estreno se transformaron en una andanada de memes burlándose del patético estado del proyecto. Después de cientos de millones de dólares invertidos en Neuralink el «brillante genio» a cargo de Tesla solo tiene para mostrar una decena de monos asesinado y torturados. Pero claro, será él quien lidere la colonización a Marte con su empresa Space X y, hasta ese glorioso día, por supuesto, seguirá recibiendo billones de dólares «vendiendo el futuro».

Se ha vuelto popular una campaña en Go Fund Me, creada por las tres víctimas de Simon Leivi, solicitando ayuda monetaria con tal poder cancelar las deudas adquiridas. Y se debe indagar, «¿no pagó Netflix por contar su historia? Ya con un filme superando todas las expectativas de rentabilidad, ¿no pudieron compartir con las víctimas un pequeño porcentaje de las ganancias? ¿No lo hizo VG, el medio noruego ahora mundialmente famoso por relatar lo sucedido a estas tres mujeres? Parece todo una forma de estafa, o de explotación. Tenía razón Sorokin al decir que, si el préstamo solicitado le hubiera sido aprobado y desembolsado, hoy sería considerada una diva de la ciudad que nunca duerme y no la paría que es.

Porque en un mundo donde el capital se ha convertido en el nuevo dios, el pecado ha dejado de ser «no robar» para transmutar a «no robar a quienes tienen mucho dinero».

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