La libertad es el himno de batalla preferido por apologistas y extremistas del capitalismo neoliberal, bautizados estos últimos como «Libertarios». Su lucha política sólo tiene un horizonte y es el libre albedrío en todo su esplendor. Su máxima es la posibilidad de poder hacer con su vida tan solo aquello que sus deseos les comanden realizar. Y ahí, el enemigo acérrimo es el Estado, ese «Leviatán» dominando y oprimiendo los espíritus. El problema irresoluble de tal premisa es obvio: vivimos en sociedad por obligación y, de ahí que, la libertad individual sea una coartada por definición.
Ahora, y entrando en fuerte contradicción frente a sus mismos postulados, los deseos de lucha de los modernos batallantes por la libertad se esfuman por completo cuando las tensiones se desatan en el lugar de trabajo. Para ellos, cualquier forma de gobierno es una dictadura política; pero las imposiciones del capital, las difíciles condiciones sufridas por la gran mayoría de ciudadanos del mundo como empleados, en sus lugares de trabajo, donde más tiempo al día pasan, son desde ignoradas (en el mejor caso) hasta bienvenidas (en el más preocupante de ellos) incluso celebradas (en el más aterrador).

Cuando los burgueses europeos decidieron derrocar al rey francés desataron la revolución política más importante de nuestra especie. Su loable deseo fue sintetizado en la frase: libertad, igualdad, fraternidad. Vivir bajo el yugo de un rey legitimado como gobernante solo por su nacimiento era inconcebible. Ellos, los burgueses, ya adueñados del poder económico, deseaban y presionaban por el respeto hacia sus demandas como ciudadanos. La más importante, indudable, era el cambio del modelo económico dominante. El deseo era poder dejar atrás el feudalismo y darle la bienvenida al capitalismo, un nuevo sistema que al estar sustentado en la relación empleado-empleador les permitía a ellos, los burgueses (en su mayoría ciudadanos no poseedores de esclavos) ejercer las funciones de jefes como si de reyes se tratara frente a sus contratados, recreando idénticas actitudes a las habidas y criticadas por ellos entre la monarquía y sus súbditos, entre los feudos y sus esclavos.
Y poco ha cambiado durante la historia. Una corporación moderna le dicta a su contratados a qué hora deben estar en la oficina, a qué hora pueden salir de la oficina, en qué momento pueden almorzar y en qué momento regresar. Deben, incluso, solicitar permiso para salir de vacaciones. No son pocos los casos en los que imponen la presentación personal: o bien obligan a portar un uniforme con el logo de la compañía (hacer básicamente publicidad de gratis) o definen un estricto código de vestimenta cuya respeto debe ser cabal. Llegan incluso a prohibir el enamoramiento entre ellos, al considerar deben evitarse las relaciones sentimentales entre los miembros de su nómina.

Imposiciones menos drásticas por parte de gobiernos democráticos han causado revuelos ciudadanos derramadores de ríos de sangre. Pero cuando es el capital obligando y coartando la vida en sí, con resignación y hasta actitud positiva se aceptan sus deseos. Se lucha con bravura por las libertades individuales en el ámbito político, en paralelo a la celebración, el respeto y hasta el incentivo de las restricciones en los espacios donde se produce para sobrevivir. La revolución arrancada en Francia hace tres siglos está incompleta y su siguiente frontera debe ser el lugar de trabajo. No hay un atisbo mínimo de libertad en la relación trabajador-empleador, relación que es nada diferente a la base, el centro del capitalismo mismo. Y si esas son sus relucientes características, titular el sistema se consigue de ipso facto: es una dictadura del capital.
No hay diferencia palpable entre un autócrata político y un director ejecutivo (CEO) moderno de cualquier corporación. Son realidades paralelas las vividas por los trabajadores subyugados a los mandatos de una junta directiva y las de los ciudadanos obedeciendo las órdenes de una oligarquía. Incluso los nuevos aires con tintes sociales del capitalismo moderno, declarando no centrarse ahora en exclusiva en la rentabilidad y sí tener un enfoque con miras a favorecer un poco más a los trabajadores y la comunidad, tiene su contraparte en las estructuras políticas absolutistas del pasado. El despotismo ilustrado fue el nombre otorgado a un periodo de tiempo en la historia donde las monarquías europeas, conscientes de la insatisfacción creciente entre sus dominados por el miserable estilo de vida al que las grandes mayorías se veían condenados, amenazaban el edificio de mentiras en que se sustentaba su posición de privilegio.

Capitalismo es el sistema que el hombre se inventó para cobrarse entre sí lo que la naturaleza le ofrece de gratis. De ahí que, en él, la libertad esté reservada para los poseedores del capital. Aquellos desposeídos obligados a trabajar para recibir lo básico: salud, educación, vivienda, alimentación, consiguiendo por su esfuerzo un ingreso inferior a lo que su trabajo reditúa, está comenzando a entender que el sistema en el que se mueven no existen las libertades, sino lo privilegios, como sensatamente mencionó el político español Íñigo Errejón. Una sociedad que otorga a sus miembros lo mínimo para alcanzar una forma de vida digna y con entrega garantizada y, además, estructurada como derecho humano básico, es una encaminada hacia la verdadera libertad. Una en donde los mínimos se le otorgan en exclusivo a aquellos afortunados nacidos con posibilidades de recibir tan necesarios bienes sin esforzarse por hacerse merecedores de ellos, es una dirigiéndose hacía la guerra de clases.
Porque la contradicción «libertaria» contiene un elemento adicional. La intervención del Estado, proclaman ellos, es contraria al buen juicio y destructora de la infinita sabiduría del mercado. Se desprende de su análisis que no deba el gobierno, a través de las políticas públicas, remediar los daños causados por las injusticias del mercado. Pero claro, si la intervención se hace a través del capital privado, el problema por arte de magia se desaparece. Un niño recién nacido en una familia de ingresos mínimos, no debería tener derecho a educación, salud, vivienda, pues él no puede pagar por los servicios, según promulgan ellos. Pero un niño de estratos donde los ingresos son altos, también él sin capacidad de pago por su educación, alimentación, vivienda… si puede ser bendecido por la intervención de sus padres. Esa intervención, por ellos defendida, en un modelo económico es tan destructiva como una efectuada por el Estado. Si los privados pueden frenar el funcionamiento de la mano invisible en favor de los suyos, lo puede hacer el Estado en favor de los más necesitados.

Warren Buffet, en 2006, declaró la existencia de una marcada guerra de clases. Una que, confesaba él, el uno por ciento estaba ganando al resto de la humanidad. Y esa guerra tiene un objetivo: limitar las oportunidades, coartar la libertad y mantener los privilegios actuales. Al interior de esa guerra de clases se halla escondida la explicación a la incógnita sorprendiendo a Luiz Inácio Da Silva: «Nunca pensé que poner un plato de comida en la mesa de un pobre, generaría tanto odio en una élite que tira toneladas de comida a la basura todos los días». No dar educación, no ofrecer salud, no alimentar a aquellos que no lo tienen todo de nacimiento, impide la germinación de nuevos competidores en el mundo laboral y empresarial para aquellos que pueden pagar con el esfuerzo de otros, generalmente de sus padres, los estudios universitarios que terminan siendo los requerimientos de una falsa meritocracia.
Y es falsa la meritocracia, como lo es la democracia, porque cercenar las posibilidades de la mayoría desde el inicio de su vida impide una verdadera selección de los mejores, obligando a unos a los trabajos no deseados, mientras otros se preparan para los puestos de privilegio. «Nada más desigual que tratar con igualdad a los desiguales», proclamaba David Harvey. Y una sociedad como la moderna, capitalista neoliberal, que obliga a un niño a trabajar para pagar su educación, salud, alimentación y vivienda, mientras celebra el gasto paternal en otros para sufragar esos mismos bienes, no es una libre. Es una de castas, de privilegios. Y sí es esa su forma, no hay libertad ni en la sociedad que forman ni en los trabajadores que la conforman, humillados por el pago y la condiciones en su labor y por saber será ese mismo el destino de su descendencia. Pero puede haber libertad. Solo falta el deseo de luchar por ella.

Si los privados pueden frenar el funcionamiento de la mano invisible en favor de los suyos, lo puede hacer el Estado en favor de los más necesitados.
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