Gustavo Petro: ¿terror, esperanza o revolución?

Al Petro proponer una transición productiva, basada en el conocimiento y organizada para recibir masas de turistas internacionales, puede estar elaborándose un poderoso renglón de la economía, uno lo suficientemente fuerte para impulsar el desarrollo y desatar una verdadera revolución.

Los cambios, cuando importantes, consagran transformaciones. Y aquellas que son relevantes, contraen incomodidades. La visión en un horizonte prometedor hace soportar los sufrimientos cotidianos. Así, se aboca Colombia indetenible, aunque muy tardía, a su primer gobierno nacional ajeno al establecimiento político, impulsada por la ilusión de imponer la transición de la que engendrará un mañana opuesto a la cruda realidad que ha sido la cotidianidad del país durante toda su historia moderna. Un primer foráneo a la casta criminal y oligárquica (en el sentido aristotélico del concepto) cuyo legado es nada distinto a una era de explotación bajo el yugo de la violencia y el derramamiento de rios de sangre para usurpar las riquezas nacionales, se dispone a tomar posesión en el cargo más apetecido por todo político colombiano.

Gustavo Petro Urrego, tan indescriptible como fascinante, tan impredecible como contundente, un hijo de las revoluciones políticas más valientes del Siglo XX, ha desarrollado un programa de gobierno irresistible para la gran mayoría de sus compatriotas, estructurando en cada línea de él el cómo construir una política pública que le otorgue al país las herramientas requeridas para afrontar con éxito los retos más acuciantes de un futuro a hoy vislumbrado como alarmante. Y no obstante tan prometedor escenario, la profunda ilusión desatada en cada uno de los electores del candidato no proviene tanto por las ideas plasmadas en su programa de gobierno, sino en la absoluta confianza habida en cada uno de ellos de que, una vez haya tomado él posesión como presidente de la República de Colombia, sus promesas cobrarán vida en la realidad y los resultados de ellas a muchos darán una primera oportunidad.

Gustavo Petro Urrego
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¿Ya no es Juan Guaidó el presidente de Venezuela?

El gobierno colombiano siempre ha fantaseado al exagerar la importancia de su real relación con los Estados Unidos, mientras mantiene una importante relación real con el fantasioso presidente de Venezuela. Cuando el verdadero mandatario venezolano pida la cabeza del uribismo a cambio de su petróleo, sabrán que vivir en un mundo de sueños contrae dolorosos despertares.

«Como es de todos conocido, Colombia, junto con varios países de América Latina y el resto del mundo, no reconoce y, por ende, no tiene relaciones diplomáticas con el régimen dictatorial de Nicolás Maduro«. Con tal frase el gobierno de ese país trataba de justificar una controversial solicitud a ser presentada. “Un juez competente solicitará la extradición de la ex congresista Aida Merlano -se continuaba explicando desde las instancias oficiales- ante el legítimo Gobierno de Venezuela, en cabeza de Juan Guaidó». El indicio de ser una movida maquiavélica destinada al fracaso no pasó desapercibida, habido el nulo deseo del gobierno de Colombia por ver aterrizar sobre su territorio a Merlano, puesto que con el retorno a su país como prófuga de la justicia arrimaba también su confesión sobre su participación en el tejemaneje de corrupción enredando a un gran aliado del partido gobernante. Aun así, la ridiculez de la puesta en escena fue inolvidable.

En fecha tan cercana como el 5 de enero del año en curso titulaba Infobae: “Estados Unidos respaldó la ratificación de Juan Guaidó como presidente interino de Venezuela”. La lógica indicaría que, en idéntica actitud a la del gobierno colombiano, al momento de necesitar un incremento en la producción petrolera del país caribeño la delegación de alto nivel del presidente Joseph Biden le extendería tal solicitud al gobernante por ellos reconocido. Pero la geopolítica y, mucho más, la geoeconomía, es un abundante manantial de hipocresía, traiciones y apostasías. Ya es conocido el encuentro de alto nivel entre los delegados del gobierno Demócrata de los Estados Unidos y los representantes del presidente venezolano Nicolás Maduro, siendo que, para no pocos, no haya pasado desapercibido tremenda transformación política, toda una revolución, ocurrida en el país sudamericano en el transcurso de las pocas horas habidas entre el anochecer y el amanecer. Producto de tal encuentro, el mundo entero se fue a dormir convencido de la existencia de una dictadura dominando un régimen despótico en Venezuela al mando de Nicolás Maduro, para al despertar encontrarse con titulares resaltando una democracia al mando del presidente de Venezuela, con cabeza en… el mismo Nicolás Maduro.

El presidente de Venezuela, Nicolás Maduro, participa en una reunión con miembros del Foro de Sao Paulo en Caracas. REUTERS/Manaure Quintero/
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Deuda externa, ¿el más imperdonable de los crímenes?

Pero esta es la esencia pura de la industria bancaria, convertirnos a todos, ya seamos naciones o individuos, en esclavos de la deuda.

El IBBC es un banco. Su objetivo no es controlar el conflicto, es controlar la deuda que produce el conflicto. Verás, el valor de un conflicto, el valor real, está en la deuda que produce. Tú controlas la deuda, controlas todo… Encuentras esto molesto, ¿cierto? Pero esta es la esencia pura de la industria bancaria, convertirnos a todos, ya seamos naciones o individuos, en esclavos de la deuda.

The International, de Tom Tykwer

El albor de un nuevo milenio no ha contraído muestras extensivas de comportamientos más civilizados. Las promesas antecediendo una nueva era, proyectando un despertar de la conciencia, se han conservado intactas en su condición de meros sueños. La realidad exhibe cómo las desgracias humanas no desaparecen, tan solo mutan o evolucionan. La opresión antaño ejercida por el amo esclavista ha transmutado en mensajes propagandísticos delineadores del comportamiento a favor de sus herederos. Se ha entendido que un esclavo conocedor de su condición es un revolucionario en potencia; uno que se ha logrado manipular hasta hacerlo feliz de su situación es una maquina lista para ser explotada por la máquina de producción.

La fuerza de la deuda externa se sotierra detrás de su condición de factor contable de las finanzas del mundo globalizado. Su esencia es ser el látigo magullando las espaldas de los más vulnerables al interior de las más corrompidas naciones y sostener la pirámide en cuya cima se habita con los más escandalosos privilegios. Su enorme extensión impide ver, demasiadas veces, la mano de aquel azotando y la parte alta de la construcción, escondida ésta detrás de las más blancas nubes. La deuda externa, como la bautiza uno de sus más bravos inquisidores, el argentino Alejandro Olmos, es la más grande de las estafas.

Aleksandr Naumovich Zak
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¿Por qué codician el Estado sus denigrantes?

Los dueños del neoliberalismo aman el Estado. Lo desean en exclusivo para ellos. Sus voceros más fervientes lo detestan; pero terminan siempre en sus garras, efectuando leyes y políticas públicas a favor de esos poderosos magnates. Es imposible tener pruebas de una conjugación de fuerzas detrás de bambalinas; pero parafraseando a uno de los defensores del modelo neoliberal/libertario más reconocidos de Brasil, el juez Sergio Moro, con tener certezas es más que suficiente.

«El Estado no es la solución, es la base de todos los problemas que tenemos». «En mi mundo ideal no existe el Estado». «El Estado es nuestro enemigo». Las frases, incendiarias, extremistas, irresponsables, son exclamaciones declamadas reiteradamente a lo largo y ancho de diferentes países, espetadas por variopintos personajes que en su diversidad comparten un objetivo: son todos aspirantes a ocupar un cargo… dentro del Estado. Aunque las citadas provienen de la voz y pluma de Javier Milei en Argentina, electores de Jair Bolsonaro, Donald Trump, Iván Duque o Santiago Abascal las escucharon en casi idéntica forma, en cada uno de sus países. Y no deja de ser llamativo que tales figuras, todos prohombres del sector privado, no presenten sus hojas de vida a los grandes conglomerados financieros o industriales, ese espacio donde la civilización alcanza el nirvana (según sus propias creencias), sino que, por el contrario, estén dispuestos a todo por pertenecer al sector que consideran la perdición de la humanidad.

La contradicción es llamativa. Javier Milei, en Argentina, juzga y sentencia con contundencia y regularidad al servidor público no en su individualidad, sino como corolario por pertenecer al colectivo público. Sus palabras no dan espacio para la interpretación: son prístinas como un manantial: todo lo obtenido por el Estado es un robo; ergo, todo sueldo de cualquier político es un egreso indeseado y dañino a la nación, equiparables a los pagos recibidos por los esbirros de la mafia. Incluso, serían aún más indeseables. «Un ladrón vulgar es ética y moralmente superior al político», ha declarado sobre los funcionarios públicos el académico metamorfoseado a candidato, no haciendo referencia a un futuro colega con un delito comprobado, sino dictaminando que tal calidad se adjudica a cualquiera por el mero ejercicio de realizar una labor estatal. Acorde a su pensamiento, si perteneces al gobierno, eres un criminal. Punto. Y ahora, sin pudor alguno, gasta su tiempo, uno valioso «como el oro», en la lucha por acceder a un cargo desde el que, diría él, se «pueda robar siempre». La experiencia hace válido proyectar un comportamiento de Milei incoherente con su pensamiento en caso de ser bendecido con la votación del público. En su futuro como hombre en la nómina estatal recibirá su sueldo sin una acción clara a favor de los afectados: no disminuirá el tamaño del robo recibido, ni, mucho menos, devolverá una parte a la ciudadanía ultrajada. Se proyecta con facilidad y sin miedo a la equivocación una transformación de Milei en aquello que con tanta vehemencia rechaza, hoy.

Javier Milei
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¿Por qué CNN emboscó a Álvaro Uribe Vélez?

«Mal le paga el diablo a quien bien le sirve».

El uso de la palabra pronunciada por el ex presidente colombiano Álvaro Uribe Vélez, durante su entrevista con Fernando del Rincón para CNN en Español, denunciando no haber sido invitado a dialogar y sí emboscado para interrogar, parece fue uno muy preciso. El tono de indagatoria y la actitud de investigador inquisitivo utilizados por el periodista (más presentador) de la famosa cadena estadounidense, tomó desprevenido al antiguo primer mandatario quien, sustentado en hechos pasados, esperaba una amena charla con un aliado de las causas de políticos situados a la derecha del espectro ideológico en América Latina. En breve, un profesional con cuestionarios poco fiscalizadores con los otros empleados de sus jefes.

Fue hace poco que el mismo del Rincón tuvo en su set al heredero más fiel del líder del Centro Democrático. En su entrevista de 2020, y en una anterior en 2018, la camarería y buen ambiente fue la constante durante el intercambio de palabras con Iván Duque. Tal mesura en su interpelación no fue producto de falta de temas candentes, complicados o controversiales: las elecciones ganadas con fotocopias o los asesinatos a líderes sociales, por ejemplo, habrían sido un par de tópicos cuya aparición arruinaría dos conversaciones desenvueltas con toda cordialidad y calma. Pero es que tal calidez y armonía era producto de que en aquellos momentos los vientos no volaban en direcciones encontradas. En otras palabras, en aquellos tiempos el uribismo no había traicionado a los dueños de la CNN.

Fernando del Rincón. Foto de Enrique Menacho.
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¿Es Colombia un Estado Canalla?

Una sociedad que establece un modelo de explotación al trabajador como forma de producción, genera un gobierno de castas y oligárquico encargado de proteger los privilegios de aquellos en la parte alta de la pirámide. Pero solo a través de la violencia es posible conservar tan injusta estructura. Eso ha llevado a usar el poder del Estado en contra de sus propios ciudadanos, superando su calificación como un Estado Fallido y convirtiéndose en un Estado Canalla.

Noam Chomsky generó un caos en el mundo político en 1991 al presentar «Miedo a la democracia». Su lectura llevó a un descubrimiento impactante por lo inesperado, aunque controversial por la excelencia con la que está sustentado. El lingüista construyó con cada párrafo un poderoso argumento, posibilitando sustentar una tesis alucinante y opuesta a la creencia más generalizada, pero cuya concatenada exposición obliga al lector a concordar con los alegatos finales del autor: Estados Unidos, sentenció él, aborrece el sistema político que busca expandir por el mundo entero. Ama el prestigio por él otorgado, por supuesto; la legitimidad frente a las naciones ofrecida al promoverlo, indudable; la posición de superioridad otorgada con respecto a otras sociedades imposibilitadas a organizarse bajo sus formas, indubitable esto. Pero no soporta de él su característica primordial: la entrega del poder.

Su análisis se ciñe con agudeza a estudiar el gobierno del presidente republicano e ídolo del conservadurismo estadounidense: el señor Ronald Reagan. Su conclusión de su mandato es tajante: «durante ocho años, el gobierno de los Estados Unidos funcionó virtualmente sin un primer ejecutivo». Su opinión sobre el quehacer del actor convertido en líder político fue aún más controversial: «el deber de Reagan era sonreír, leer los textos del teleapuntador con voz agradable, contar unos cuantos chistes y mantener el auditorio oportunamente confuso». Para el académico, Reagan «parecía disfrutar de la experiencia» de ser presidente, a pesar de los horrores ocurridos durante su mandato. Pero, «en realidad, no es asunto suyo si los jefes dejan montones de cuerpos mutilados en los vertederos de los escuadrones de la muerte en El Salvador o cientos de miles de personas sin hogar en las calles».

Noam Chomsky
Noam Chomsky
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¿Quién se robó el sueño americano?

A quién se debe culpar de que sea hoy Estados Unidos un Estado Fallido.

Los latinoamericanos han sabido hacer una broma de un tratado político. Según los naturales a esas tierras, «en los Estados Unidos los golpes de Estado no se habían presentado porque ese país no ha tenido jamás en su territorio una embajada de los Estados Unidos». La lista de interrupciones de los procesos democráticos en países al sur del imperio norteamericano es tan extensa como espantosa y constante. La participación de los gringos en estos crímenes contra la democracia es una regular. El término, dicho sea de paso, proviene de una histórica y diciente expresión usada por indígenas mexicanos quienes refiriéndose al color verde de los uniformes de los invasores militares estadounidenses les reclamaban: «green, go», durante la Guerra Mexicano-Estadounidense.

Pero la broma por poco habría de finalizar ese 6 de enero cuando un grupo de ciudadanos se rebelaron contra el proceso democrático de su país buscando impedir la próxima posesión de un presidente electo por los votos. Seguidores ofuscados de Donald Trump, envalentonados por el discurso de su líder, desataron un breve caos institucional y, por un corto periodo de tiempo, enterraron la democracia en el país más poderoso de América. Aunque sea una «ilusión de democracia», parafraseando al lúcido comediante George Carlin, la habida en el coloso del norte no deja de ser una y el asalto al capitolio fue su momento más bajo. Pero aunque terrible, la situación no fue una excepcional. Tan es así que no pareció a nadie sorprender. Y es que el proceso de desintegración en los Estados Unidos es de larga data y la manifestación del principio de 2021 no es más que la estaca en el corazón a la organización política de esa nación, a la que desde ese día se puede denominar oficialmente lo que desde hace un tiempo para muchos de sus habitantes ha venido siendo: un «Estado Fallido».

Donald Trump.
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¿Por qué Juan Manuel Santos saboteó su proceso de paz?

La incógnita proviene de un hecho irrefutable: el ex presidente dejó huérfano el recién nacido acuerdo y lo entregó al peor padre adoptivo imaginado. ¿Cómo entender tal dicotomía? ¿Cómo procesar tal desparpajo por un proceso por poco imposible de consagrar y merecedor de aplausos a nivel planetario? Sencillo, realmente: y pasa porque Juan Manuel Santos es no una parte del establecimiento político de su país, sino su misma esencia: una oligarquía sangrienta que mantiene sus privilegios a sangre y fuego. Con ese prisma es comprensible que para él y para los suyos, la paz en su territorio, la real, la nacida de una justicia social, esa no les es funcional.

El antiguo primer mandatario de los colombianos le interesaba la firma del acuerdo, la puesta en escena en Cartagena copada de figuras internacionales de primer orden, las alabanzas en los principales foros mundiales por sus esfuerzos por el diálogo; pero la paz en Colombia, aquella nacida de una sociedad justa y llena de oportunidades para sus compatriotas, de esa él parece ser su más acérrimo enemigo. Juan Manuel Santos cambió todo buscando que en el fondo, absolutamente nada fuera a cambiar. Nunca antes la frase del senador Jorge Enrique Robledo, «a ellos les va mal cuando al país le va bien», fue más acertada que en el caso del proceso de paz. 

Juan Manuel Santos. Foto Editorial Planeta.
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