¿Quién se robó el sueño americano?

Los latinoamericanos han sabido hacer una broma de un tratado político. Según los naturales a esas tierras, «en los Estados Unidos los golpes de Estado no se habían presentado porque ese país no ha tenido jamás en su territorio una embajada de los Estados Unidos». La lista de interrupciones de los procesos democráticos en países al sur del imperio norteamericano es tan extensa como espantosa y constante. La participación de los gringos en estos crímenes contra la democracia es una regular. El término, dicho sea de paso, proviene de una histórica y diciente expresión usada por indígenas mexicanos quienes refiriéndose al color verde de los uniformes de los invasores militares estadounidenses les reclamaban: «green, go», durante la Guerra Mexicano-Estadounidense.

Pero la broma por poco habría de finalizar ese 6 de enero cuando un grupo de ciudadanos se rebelaron contra el proceso democrático de su país buscando impedir la próxima posesión de un presidente electo por los votos. Seguidores ofuscados de Donald Trump, envalentonados por el discurso de su líder, desataron un breve caos institucional y, por un corto periodo de tiempo, enterraron la democracia en el país más poderoso de América. Aunque sea una «ilusión de democracia», parafraseando al lúcido comediante George Carlin, la habida en el coloso del norte no deja de ser una y el asalto al capitolio fue su momento más bajo. Pero aunque terrible, la situación no fue una excepcional. Tan es así que no pareció a nadie sorprender. Y es que el proceso de desintegración en los Estados Unidos es de larga data y la manifestación del principio de 2021 no es más que la estaca en el corazón a la organización política de esa nación, a la que desde ese día se puede denominar oficialmente lo que desde hace un tiempo para muchos de sus habitantes ha venido siendo: un «Estado Fallido».

Donald Trump.

Un inteligente meme sostiene que «antes nos reíamos de los comediantes y escuchábamos con atención a los políticos», pero «ahora nos reímos de los políticos y escuchamos con atención a los comediantes». Uno de estos últimos, Jimmy Dore, quien se catapultó a la fama nacional por su campaña #ForceTheVote en pro de un sistema de salud público nacional, sentenció con brillantez que «lo que hacemos a otros, nos lo terminamos haciendo a nosotros mismos». El cómico se centraba en denunciar el caso de Rebekah Jones, una funcionaria del gobierno de Florida que había filtrado información sobre la falsedad en los datos oficiales con el Covid-19 y quien como respuesta a su heróica actuación recibió una invasión en su hogar por parte de la policía, tomando la fuerza pública su computador mientras apuntaban con armas a sus hijos. «Lo que nuestros militares hacían a las familias en Siria, en Irak, en Libia, ahora lo hace la policía a nosotros acá», es una de las memorables frases de su programa de ese día con las horribles imágenes de fondo soportando cada una de ellas. Un análisis que se alza como visionario al usarlo como un prisma en los hechos del capitolio: «lo que hacía la C.I.A. en Latinoamérica derrocando gobiernos, ahora lo hacen unos ciudadano enojados con el gobierno en nuestro territorio».

En 2014 John Oliver presentó un poderoso segmento en su programa «Last Week Tonight» centrado en estudiar la militarización de la policía. En un momento del espacio el comediante compartió un video de dos jóvenes de una pequeña ciudad de su país, quienes impresionados al ver un tanque militar del tamaño de un camión tranquilamente andando por sus calles, se cuestionaban aterrados: ¿Qué tan mal estamos para necesitar ese equipo? El caso no es único: en Colombia, en plena pandemia, en momentos en que el discurso de «los recursos son escasos» se reitera más que una oración católica, se descubrió una compra multimillonaria de tanques, armas y uniformes de policía para circunstancias especiales. En 2014 y en 2020 el miedo de aquellos en el poder de ambos países no era por cómo se presentaban los hechos en ese preciso instante; era pavor por lo que ya veían venir: las guillotinas afilándose para decapitar a los de su clase, anunciadas por el billonario Nick Hanauer . «Muéstrame una sociedad muy desigual -comentaba en un memorando a sus colegas billonarios Hanauer- y yo les mostraré un estado policial. O un levantamiento».

Jimmy Dore. Foto de Politicon.

El título del libro de Joseph Stiglitz «El precio de la desigualdad» lleva a una certera respuesta: la democracia ha sido el costo que poco a poco se ha ido asumiendo producto de la pavorosa inequidad habida en ese país. Y lo que en los Estados Unidos se ha ido perdiendo, llegando a un punto álgido en los hechos del capitolio, es precisamente la legitimidad de su sistema político, al que muchos consideran ya, en mucho de forma acertada, como el génesis y verdadero causante de sus males. Y es errado, muy equivocado hacer recaer toda la culpa en Donald Trump: el origen del problema se encuentra en el pasado. El artículo de este blog, «¿Ha muerto la democracia?«, sostiene lo dicho por Goldman Sachs: «Estados Unidos es una plutocracia». La elección del magnate inmobiliario, toda su presidencia y la toma del capitolio son la manifestación más grave, el sintoma último que confirma el diagnóstico, pero no el mal en sí. El mal en sí es la desigualdad. Y se puede ser aún más exacto: el mal en sí es el desespero por ella causado en los ciudadanos abandonados a su suerte y pisoteados por el sistema.

Los ejemplos en este caso son irrefutables. En plena pandemia, el gobierno federal y los gobiernos locales de los Estado Unidos clausuraron toda actividad económica buscando prevenir contagios del Covid-19. Toda actividad económica, con excepción a la ocurrida en Amazon. Es para no olvidar al líder trabajador de la corporación de Jeff Bezos solicitando, pública y encarecidamente, que los clientes de la empresa se enfocaran en adquirir lo estrictamente necesario, pues ellos pasaban sus días en esas bodegas buscando sus productos arriesgando su vida. Como diría él: «poner mi salud y vida en riesgo por tener que enviar un vibrador», se hace indignante. El reclamo es válido pero demuestra algo más profundo: ¿Por qué puede una persona comprar un vibrador en Amazon, pero no en el sex shop local? En ambos casos, claramente, hay riesgo de contagio. El resultado no debería sorprender a nadie: mientras librerías, tiendas de ropa y sex shops quebraban por todo Estados Unidos, Jeff Bezos duplicaba su fortuna mientras dormía. Incluso más: para la clase trabajadora hubo un rescate por su sacrificio de dos mil dólares; el rescate para los billonarios enriquecidos gracias a las medidas del gobierno fue de 5 trillones de dólares, plata usada en su mayoría para crear inflación de sus acciones en la bolsa de valores, en una operación conocida como buybacks. Hasta el más inepto se hace pudiente con esas ayudas.

Jeff Bezos.

Mucha razón tienen aquellos forajidos tomándose el capitolio. Ahí se crean las decisiones que han destruido sus vidas y beneficiado las de otros. Su error garrafal y monumental es el objetivo: defender a Donald Trump. En lo correcto están cuando proyectan que la nueva fórmula presidencial no hará nada por mejorar su mundo y sí tomarán las mismas medidas políticas dañinas para su futuro. Pero, ¿cómo no darse cuenta de que los cuatro años del presidente al que defienden tampoco mejoraron en algo su condición? El presidente Trump no cumplió una sola propuesta en su candidatura presentada. El déficit con China empeoró, los mexicanos no pagaron por un muro que no se hizo y, lo más relevante, los trabajos no regresaron a su país. Atacar el capitolio fue una revolución; pero tomarlo para defender a Trump la transformó en una estupidez. La democracia neoliberal, un gobierno de los ricos, por los ricos y para los ricos, es el mal y su materialización son los edificios del gobierno; pero Trump es el mejor representante de esa forma de gobierno. Las personas erradas dieron inicio a la revolución equivocada.

Los comediantes, con su agilidad mental y su capacidad única de analizar la sociedad, son perfectos para comentar de política. Pero para entender el mundo, son los profesores a quienes se les debe dar la palabra. Y pocos, demasiado pocos como el economista marxista de Harvard, Yale y Stanford bautizado como Richard D Wolff. Pasada la independencia de los británicos, los estadounidenses dieron inicio a su proceso de acumulación originaria capitalista. Para su fortuna, en el sur del nuevo Estado la tierra, el agua y clima se prestaba para sembrar el producto más demandado por la industria más poderosa del momento: la textilera de Inglaterra. El imperio económico de los Estados Unidos se posibilitó por las exorbitantes ventas de algodón a su viejo imperio, generando las divisas para establecer un proceso de industrialización. Pero es de no olvidar que, para fundar un sistema de explotación algodonera los pioneros capitalistas del nuevo mundo debieron hacer tres maniobras criminales: exterminar los indígenas, expropiar las tierras de los aborígenes y establecer la esclavitud para encontrar la mano de obra necesaria para una industria de tal tamaño. En dos líneas: iniciaron su revolución industrial sin pagar por la tierra y sin pagar por la mano de obra. Había que ser un sádico para triunfar en esas condiciones. Y hubo muchos en los Estados Unidos.

Richard D Wolff. Foto de Bertelsmann Foundation

La Guerra Civil de la segunda mitad del siglo XIX (1861 – 1865) liberó a los esclavos y dio por muerto el régimen coartando su vida. En gran parte, el proceso fue consecuencia del cambio en el poder económico del sur monoexportador al norte industrial. Pero una ventaja clara y definitoria habría de nacer: impresionados por las ideas de un filósofo alemán recorriendo Europa, los trabajadores de los Estados Unidos, ya como hombres desatados de sus cadenas e insertos en el capitalismo, exigieron de sus empleadores un considerable incremento en sus ingresos, el que lograron y pudieron mantener por más de un siglo. Durante 120 años, exactamente, década a década, el salario real (capacidad de compra del salario frente a la inflación) de los trabajadores, se incrementó, creando en el país una sociedad dominada por la clase media y permitiendo el mejoramiento en la calidad de vida de cada nueva generación. Se dió inicio al sueño americano.

Pero tendría contratiempos el idílico momento y la amenaza de convertirse en pesadilla sobre él se cernía. La Gran Depresión de 1929 estalla en el país y el desempleo se hace general. Pero, la caída golpeó en la sociedad en un momento con dos condiciones relevantes a nivel planetario: la más llamativa, la nula afectación en el crecimiento económico de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas, siendo un polo económico atrapando la atención del mundo entero, iniciando su proceso de desarrollo e industrialización mientras el fin de los tiempos parecía oscurecer el resto del globo;y, la más importante, la existencia de una marcada y fuerte conciencia de clase entre los trabajadores del país, que los impulsó a tomar dos decisiones históricas: afiliarse a los sindicatos a un nivel sin precedentes y a partidos políticos como el comunista y el socialista, los últimos unas armas pacíficas con los que buscaban tomarse el gobierno. El miedo se apoderó del establecimiento y quienes temían una revolución a lá rusa en su territorio cundieron presa del pánico. Veían un levantamiento a darse en su país y uno a ser legitimado por los votos.

Franklin Delano Rooselvet. Foto de Britannica.

Un líder irrepetible habría de leer la situación a la perfección. Franklin Delano Roosevelt, adinerado miembro de una familia poderosa en su país, decide pactar con las partes en conflicto. Desde el gobierno instaura medidas de enorme impacto social: un programa federal de trabajo que crea decenas de millones de empleos, una seguridad social con su sistema de pensiones, el salario mínimo legal en su territorio, un seguro de desempleo… Para hacer sostenible su costoso programa se reúne con sus antiguos amigos de clase y les deje entender la realidad: impuestos o revolución, ¿qué prefieren? De todo se puede acusar a los estadounidenses, pero algo que sí son es muy pragmáticos. Una reforma tributaria de enorme carga fue aceptada, de mala gana por supuesto, pero sin rechistar. La estructura social e impositiva de los Estados Unidos permitió mantener una sociedad de clase media mayoritaria y boyante. Se podía estudiar, trabajar, esforzarse y alcanzar los sueños. Con sueldos reales crecientes cada generación estaba destinada a vivir mejor que la de sus padres. Pero era demasiado bueno para durar.

Concluida la Segunda Guerra Mundial, el establecimiento corporativo estadounidense comenzó una silenciosa pero gradual batalla en contra de quienes consideraban sus enemigos. Su intención era destruir la ideología obligándoles a pagar más al gobierno. El primer y más notorio elemento fue la destrucción del comunismo, tanto al interior como en el extranjero. La persecución del congresista republicano Joseph Raymond McCarthy, a cualquier ciudadano con ideas medianamente progresistas y en apoyo de los trabajadores, episodio oscuro de la historia de su país conocido como «la cacería de brujas», fue tan solo el inicio del enfrentamiento. Destruido todo indicio de comunismo en el país, los siguientes fueron los socialistas y los sindicatos: a través de difusión de centros de pensamiento, financiación de universidades, propaganda negativa en el cine y la televisión. El objetivo en el fondo era uno: apropiarse del Estado con tal de ponerlo a su servicio. Los guerreros de esa lucha serían los centros de pensamiento, hoy una plaga dominando los medios de comunicación más reconocidos, compartiendo sus intereses como si de información veráz se tratara. El dañino CATO Institute su más emblemático.

Ronald Reagan. Foto de The New York Times

Pero las mentiras son destruidas por los hechos. La campaña no calaba en una ciudadanía con calidad de vida acomodada. Solo faltaba el escenario para vender el engaño por completo. Un fenómeno histórico de inmensa relevancia habría de ocurrir en la década del setenta. La Guerra del Yom Kipur entre Israel y Egipto detonó en un paro petrolero propiciado por la O.P.E.P., capaz de elevar los precios del petróleo a niveles sin precedentes. El efecto económico sería desbordante: una subida de precios notoria y un contundente frenazo de la actividad económica. El desespero era palpable: pérdida de empleos causando una merma en los ingresos y encarecimiento del costo de vida. La situación fue tan atípica que hubo que darle un bautizo: estanflación fue el nombre escogido. El contexto era perfecto para la arremetida de nuevas ideas políticas, aquellas que la propaganda de la derecha venía fomentando con tanta vehemencia. El culpable era el Estado y su intervención, el daño se hallaba en los sindicatos y sus altos costos laborales. Era el momento de cerrar la venta de las ideas. Y, quién mejor para convencer al público que un intérprete, un actor. El casting determinó que sería Ronald Reagan. Se abrían las puertas del cielo para ellos y un infierno habrían de instalar para todos los demás.

Durante su juventud como reconocida estrella del celuloide, Reagan fue vocero de las grandes corporaciones de los Estados Unidos. Como presidente elevó su cargo, pero siguió ejerciendo como su vasallo. Su discurso ya como primer mandatario, ante Wall Street, junto a su secretario del Tesoro, Don Regan, es la muestra contundente de para quién trabajaba el nuevo habitante de la Casa Blanca. Las palabras de su subalterno diciéndole, «debes apurarte», en medio del discurso, no parecieron un consejo y sí una orden. Una que el hombre más poderoso del mundo se apresuró a obedecer. Se había establecido en los Estados Unidos un poder detrás del trono, e iban por todo: destrucción de los sindicatos, de las huelgas, pérdida de capacidad adquisitiva de los salarios, fábricas mudadas al extranjero para abaratar costos, desregulación del sector financiero, energético y farmacéutico, descuentos tributarios a los grandes capitales… todo en época de ganancias extraordinarias. Querían de nuevo, como sus antecesores, todo gratis.

Ronald Reagan y Donald Regan. AP Photo | J. Scott Applewhite

Algunas pocas cifras son suficientes para entender el impacto de las medidas económicas del mandatario republicano, agrupadas ellas bajo el título de Reaganomics: mientras la productividad del trabajador aumentaba en un 45%, los salarios de los empleados (débiles ahora frente a los deseos de sus empleadores por no tener partidos de trabajadores o sindicatos) se mantenían congelados. Corolario de esto: La tasa de deuda de los hogares superó el tamaño del Producto Interno Bruto en poco tiempo y las bancarrotas crecían en un 600%. Pero, por supuesto, el índice de Dow Jones se catapultó hasta el cielo y el promedio de las compensaciones de los Directores Ejecutivos se multiplicó por seis veces. Reagan había creado un nuevo mundo, una nueva economía, enfocada en concentrar la riqueza en los hombres y mujeres más ricas de la nación, porque eso fue lo que ellos querían que él hiciera. Sus sucesores no hicieron más que profundizar su modelo, en especial el Demócrata William Clinton, quien derogó la poderosa Ley Glass-Steagall diseñada para evitar la expansión desaforada de los bancos hasta convertirse en unos gigantes «muy grandes para caer». La legislación fue estructurada para mantener la banca en negocios de bajo riesgo e impedir hicieran parte en apuestas capaces de destruir toda la economía. Eliminada la guardia, se instala el neoliberalismo y, exactamente todo lo evitado por la histórica regulación bancaria, habría de su presentarse teniendo como conclusión los desastres de 2008 y 2020.

Las crisis financieras del último milenio golpearon con una fuerza inusitada a una sociedad no preparada para ella. La falta de un movimiento sindical fuerte, de una izquierda política con capacidad de acción, destruidos ambos por medio siglo de propaganda negativa y tergiversadora en contra de ambos, llevaron a las masas empobrecidas y desesperadas a escoger un estafador como presidente, alguien capaz de engañarlos para hacerlos creer que su intención era cambiar el sistema que a él mismo lo había convertido en multimillonario. El desespero, más que la ignorancia, fue la catapulta desde la que Donald Trump saltó al poder. Y buen uso de él hizo el establecimiento político y corporativo. Es famosa la frase del presidente de CBS, la cadena televisiva, quien en la época de la campaña presidencial en 2016, al presentar un año con ganancias históricas por el incremento de las audiencias atraídas por el nuevo fenómeno televisivo, dijo: «no será bueno para el país, pero para los ratings Donald Trump es lo mejor». Tampoco les molestó los exagerados descuentos tributarios por su gobierno decretado, ni las tasas de interés negativa para darle oxígeno a sus corporaciones quebradas. En mucho les encantaba cuando acusaba a los extranjeros de los males del país, cuando sabían que en el fondo era el modelo económico quien destruía la nación y a ellos enriquecía.

Alan Greenspan.

Fundar un sistema económico enfrascado en convertirnos a todos en estafadores y explotadores de los otros, al promover vender lo más caro posible y producir lo más barato lograble, solo podría dejar como ganadores a los más salvajes, a los sociópatas. El neoliberalismo no es una filosofía política: es un timo. Quienes la promovieron, con sus tanques de pensamiento, sus películas, sus cursos privados, tenían claro su objetivo: todo para ellos e instaurar un modelo con costos lo más cercano a la esclavitud. Y, ¿quién pagó esa propaganda? En una palabra: Wall Street. Y su hombre más relevante en la política fue Alan Greenspan, quien desde su posición de mandamás en la FED promulgó, defendió y aplicó todas las políticas por ellos deseadas. Era su hombre y bien les sirvió. Ellos, el sector de las altas finanzas de los Estados Unidos, que destruyeron la industria en su país insertando la globalización (por algo ahora todos los CEO de las empresas son personas con altos grados de conocimientos financieros) y acabaron una economía industrial para construir una especulativa, fueron quienes se robaron el sueño americano. Los trabajos de USA están en China; pero las primas de ganancias por haber llevado esos trabajos para allá están en Wall Street. Fue una ideología entera la que acabó el sueño que vivían en ese país, pero una con claros y fuertes representantes.

El capitalismo neoliberal tiene como objetivo la protección del capital, no su reproducción. De ahí su promoción acérrima a los controles del gasto público. Frenarlo evita que los igualadores sociales: educación y salud pública, creen nuevos competidores. Así, también, evitan la inflación con la que controlan la depreciación del dinero y cualquier dinamismo en la economía que pueda crear nuevos polos de poder. Una sociedad sin inflación es casi una sin movimiento, ergo, una donde las posiciones sociales se mantienen. Sin grandes reproducciones del capital, los grupos en el poder muy fácil les queda apropiarse del existente. Medio siglo de eso y el resultado es la distribución de riqueza más grande de la historia desde las clases pobres y medias hacia los más pudientes. Es ese el Estados Unidos de hoy: uno donde los desahucios, la drogadicción, los habitantes de la calle, las ciudades quebradas, las prisiones colmadas, los prisioneros esclavizados por las corporaciones, el abuso de sustancias químicas, el racismo, la xenofobia, los asesinatos entre civiles, los abusos de la autoridad… todo está en máximos históricos. Un Estados Unidos invivible, un Estados Unidos fallido.

Foto de CBS News.

Medio siglo de eso y el resultado es la distribución de riqueza más grande de la historia desde las clases pobres y medias hacia los más pudientes.

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