¿Réquiem por un sueño llamado Bernie Sanders?

Porque nada más poderoso que una idea que ve su momento llegar y el sueño es ahora porque la historia termine demostrando que Sanders no el fuego desatado para a arrasar con todo, sino la chispa que prendió el incendio.

De pie y firme, erguido y emocionado, divisando a sus escuchas desde la tarima del auditorio de la Universidad Estatal de Iowa, se encuentra el candidato de las primarias por el Partido Demócrata de los Estados Unidos, el senador independiente de Vermont Bernie Sanders. Se distingue al político ajustando los últimos detalles de su postura, organizando sus papeles en el atrio y aspirando el aire a ser convertido en las palabras de apertura de su discurso. Se apresta a dirigirse a un extasiado público en su mayoría conformado por estudiantes y en medio de un atronador aplauso generalizado que produce una algarabía contagiosa. La expectativa es palpable y el candidato no decepciona a ningún presente. Su frase de arranque conforma nada menos que un heroico grito de guerra: “¿Están listos para hacer una revolución?” El reto extendido por el político es aceptado por la audiencia, evidenciando su deseo de ingresar a las filas con la irradiación de un atronador e inconfundible: “¡Yeah!”

El suceso, ocurrido el 25 de enero de 2016, no mostraba indicios de ser exótico y sí una regularidad en la campaña por la presidencia de su país. Sanders, declarado socialdemócrata y hasta hace poco un desconocido congresista, estaba llamado a ser el último gran fenómeno mediático de la política en Estados Unidos, tras haber propiciado un terremoto imposible de predecir después de haber lanzado su nombre a la carrera electoral de ese año, hasta ubicarse como uno de los favoritos para alzarse con la contienda por el cargo público más apetecido del mundo. Más impresionante es haber logrado escalar tan empinada cima cargando a sus espaldas la cruz más pesada, una identificada con la marca del diablo según muchos de sus futuros electores: la de ser socialista.

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¿Qué se oculta en Afganistán?

Lo que se ocultó en Afganistán durando dos décadas era la identidad de los verdaderos terroristas.  

Escasas son las vidas cuya existencia sintetizan eras enteras. La del Mulá Abdul Ghani Baradar no parece serle suficiente ser una de ellas, sino que se alza como una distinguida entre tales singularidades. Figura relevante de los muyahidines de Afganistán, las fuerzas ilegales establecidas por Estados Unidos para derrocar al gobierno secular del país y derrotar a su aliado, el Imperio Soviético, habría de transformarse en líder del grupo fomentado por Pakistán en los años noventa: los talibanes, acarreando como consecuencia el verse abocado a luchar contra sus antiguos socios occidentales, quienes los desafiaron en la Guerra contra el Terror ya en el nuevo milenio.

Atrapado en combate, en Pakistán, en algún momento del 2009 y por sus nuevos adversarios, fue condenado a una estadía en la prisión de Guantánamo como preso político sin derechos, lugar de reclusión y torturas del que saldría en 2018 por exigencia de sus partidarios al presidente Donald Trump como requisito para iniciar las negociaciones que establecerían cómo sería la retirada de las tropas norteamericanas del país asiático. A hoy, el hermano mullah (como es conocido de forma honorífica), ya instalado de nuevo en las más altas esferas del grupo islámico, tiene a su cargo los diálogos con el jefe de la Agencia Central de Inteligencia (C.I.A.) de Joseph Biden, el diplomático William Joseph Burns, centrados en culminar la aventura estadounidenses en territorio afgano.

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¿Quién le teme a las «noticias falsas»?

Los medios masivos de comunicación han sido los grandes difusores de «fake news». Hoy han perdido su monopolio de información y con todo atacan a su adversario: la red.

«El hombre que no lee es una persona más educada que la persona que no lee nada más que los periódicos». Fueron las manos de Thomas Jefferson, flamante padre fundador de la democracia en los Estados Unidos, las encargadas de unir tal conjunto de palabras a ser inmortalizadas en tan fascinante frase. Y radica ahí una sabiduría subrepticia, capaz de destruir en un santiamén el mito de sufrir en exclusiva en esta era de fenómenos atemorizantes como la posverdad y las fake news. La idea de habitar en un nuevo y oscuro periodo de la evolución humana en el que se esparcen noticias alejadas de la realidad, al que se ve abocada la especie producto del esparcimiento a todos los rincones del globo de Internet, es, tragicómicamente, tal vez, el mito y la mentira más grandes de estos días.

Las noticias falsas son tan antiguas como las noticias mismas. «La libertad de la imprenta es la libertad del dueño de la imprenta», aleccionaba con exactitud el ex presidente Rafael Correa. «La opinión pública es la opinión de los dueños de los medios de comunicación», ilustraba Ignacio Ramonet, experto en la materia, durante una de sus poderosas conferencias sobre el tópico. Jonathan Albright, Director de Investigación del Tow Center for Digital Journalism de la Universidad de Columbia, define este tipo de información como «Un contenido que puede ser viral y que muchas veces está sacado de contexto. Está relacionado con la desinformación y la propaganda, y se asemeja a un engaño intencional». Obedeciendo a ese concepto, se acierta el calificar los mitos de la colonización de América por parte de los europeos como una poderosa operación de noticias falsas para justificar el saqueo y legitimar la barbarie, la explotación del nuevo mundo por parte de la llamada civilización.

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¿Quién se robó el sueño americano?

A quién se debe culpar de que sea hoy Estados Unidos un Estado Fallido.

Los latinoamericanos han sabido hacer una broma de un tratado político. Según los naturales a esas tierras, «en los Estados Unidos los golpes de Estado no se habían presentado porque ese país no ha tenido jamás en su territorio una embajada de los Estados Unidos». La lista de interrupciones de los procesos democráticos en países al sur del imperio norteamericano es tan extensa como espantosa y constante. La participación de los gringos en estos crímenes contra la democracia es una regular. El término, dicho sea de paso, proviene de una histórica y diciente expresión usada por indígenas mexicanos quienes refiriéndose al color verde de los uniformes de los invasores militares estadounidenses les reclamaban: «green, go», durante la Guerra Mexicano-Estadounidense.

Pero la broma por poco habría de finalizar ese 6 de enero cuando un grupo de ciudadanos se rebelaron contra el proceso democrático de su país buscando impedir la próxima posesión de un presidente electo por los votos. Seguidores ofuscados de Donald Trump, envalentonados por el discurso de su líder, desataron un breve caos institucional y, por un corto periodo de tiempo, enterraron la democracia en el país más poderoso de América. Aunque sea una «ilusión de democracia», parafraseando al lúcido comediante George Carlin, la habida en el coloso del norte no deja de ser una y el asalto al capitolio fue su momento más bajo. Pero aunque terrible, la situación no fue una excepcional. Tan es así que no pareció a nadie sorprender. Y es que el proceso de desintegración en los Estados Unidos es de larga data y la manifestación del principio de 2021 no es más que la estaca en el corazón a la organización política de esa nación, a la que desde ese día se puede denominar oficialmente lo que desde hace un tiempo para muchos de sus habitantes ha venido siendo: un «Estado Fallido».

Donald Trump.
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