¿Podemos derrotar la industria de los combustibles fósiles?

El mundo funciona con combustibles fósiles.

Quiero decir, ¿Qué tan estúpido es eso?

Dr. Edwin Jenner en la serie “The Walking Dead”

¿Estúpido? Indudable; pero no por eso ilógico o incomprensible. En economía internacional la isonomía es una entelequia. Las relaciones comerciales globales son un partido de suma cero donde los más poderosos imponen sus deseos a aquellos débiles destinados a sufrir lo que deben. Y las compañías explotadoras de combustibles fósiles son uno de los mejores jugadores. La industria petrolera, rebautizada como “extractivista”, se ha hecho merecedora de su nuevo título no solo por perforar la tierra para hacerla sangrar, sino por la corrupción promovida en los países donde instala su maquinaria, sus desechos esparcidos a la atmosfera para ser respirada por los pulmones de todo ser animal en el planeta, sus asociaciones con grupos paramilitares… 7 millones de seres humanos fallecidos al año por problemas asociados a la polución son una pequeña muestra de la capacidad de daño de una industria trascendental para el desarrollo de la sociedad moderna; pero sanguinaria e innecesaria en nuestra era.

Mark Jacobson, de la Universidad de Stanford, junto a Mark Delucchi, de la Universidad de California, expusieron en el año 2009 un plan capaz de inspirar a los más escépticos y enaltecer a los más soñadores. Su trabajo proyectaba un plan, gradual y real, cuyo desenlace sería el transformar toda la producción y consumo de energía del planeta en una limpia y renovable antes del 2030. Más aún: a hoy, la Unión Europea ha firmado el Pacto Verde con el que espera neutralizar su uso de carbono y tener una matriz de energía amigables con el medio ambiente a más tardar para el 2050. Australia, hace poco azotada por incendios forestales apocalípticos, leyó con beneplácito como en 2010 la organización Beyond Zero Emissions prometía transformar la matriz energética de su nación en una con fuentes eólicas y fotovoltaicas exclusivamente y en un plazo inferior a una década. Pero los ambiciosos proyectos se parecen más a unos sueños prontos a finalizar para despertar en la más triste realidad. Y la razón para no ver realizado ese mundo idílico es patética: “Los mayores obstáculos son sociales y políticos -sentencia el profesor Jacobson-; lo que necesitamos es la voluntad para hacerlo”.

La industria de los hidrocarburos obtiene alrededor de mil millones de dólares al año en subvenciones de distintos gobiernos a nivel planetario. Gran parte de ese capital tiene como destino la adquisición de poder político: “En 2013 solo en Estados Unidos -se lee con pavor en “Esto lo cambia todo” de Naomi Klein-, la industria del petróleo y el gas se gastó casi 400.000 dólares al día en presionar políticamente al Congreso”. Las pruebas son suficientes para hacer una apuesta con altas probabilidades de acertar: político que proteja los intereses de las empresas de combustibles fósiles en cualquier lugar del mundo, es uno en la nómina de las multinacionales. La financiación de campañas políticas tiene el objetivo de obstaculizar la creación de marcos jurídicos ventajosos; pero también contratar voceros que exclamen discursos anunciando la imposibilidad de abandonar esas tecnologías, siendo sus excusas unas insustanciales y reiterativas.

El primer gran miedo a esparcir es la pérdida de trabajos. Acabar las industrias fósiles contraería desempleo en grandes áreas de la nación y el caos social adyacente, predicen con tono de preocupación. Creer que a las grandes multinacionales del petróleo, envueltas en varios países en casos de exterminio de poblaciones nativas ubicadas sobre reservas comprobadas de la materia prima, les preocupa las sociedades más vulnerables, requiere de un acto de fe extrema. Pero además, CNN en Español desmiente sin proponérselo tal afirmación. Reportaba el medio que, en 2016, “en Estados Unidos el número de empleos vinculados al sector de la energía solar se ha más que duplicado. De hecho, hoy hay más personas trabajando en la energía solar que en las plataformas petroleras y en los yacimientos de gas”. La transición energética de energía contaminantes a limpias, en todos los lugares del mundo, crean trabajos en vez de destruirlos.

El segundo terror con el que espantan incautos es la pérdida de divisas. En escrito de este mismo espacio se explicó la importancia de las monedas extranjeras para países insertados en la globalización. Pero, los países caracterizados por ser grandes exportadores de petróleo y estructurados sobre sociedades en etapas trempanas de desarrollo, caen al parecer de forma irremediable en una trampa: la de la “maldición de los recursos naturales”. Colombia, Venezuela, Nigeria, han desatado marcados procesos de crecimiento empobrecedor en sus países, confundiendo la entrada masiva de dólares (que es un buen negocio) con riqueza y desarrollo (que es tener un país con un aparato productivo altamente competitivo). La «enfermedad holandesa», fenómeno producido por una entrada masiva de divisas (causado por encontrar, por ejemplo, una gran riqueza petrolera) que abarata los costos de las importaciones y encarece la producción nacional, hace de los combustibles fósiles un regalo del diablo: en una primera etapa se da un consumo desatado (mientras se vende el recurso natural) que concluye en la pobreza más abyecta (cuando éste se agota, las divisas dejan de entrar y la economía se haya con sus empresas nacionales destruidas).

Pero de exacta manera a como la transición energética crea empleos, la transformación de una economía «extractivista» a una productora ahorra divisas. Los enormes ingresos del petróleo tienen comportamiento harto similar al de los del narcotráfico: los ingentes capitales producen un consumo extensivo de bienes suntuosos importados y corrupción desatada. Mientras, la transición a una economía de producción nacional evita las importaciones (las hace caras al elevar el precio de la moneda extranjera) evitando el gasto de las reservas internacionales. Sin llegar a la autarquía, sí evita la sandez del neoliberalismo de comprar a otros lo que se puede producir localmente, premisa sustentada en la excusa de que los bajos costos de la importación benefician a los consumidores. En economía, dicen los nuevos liberales, “no hay almuerzo gratis”: cuando se compra más barato una importación se exporta también los trabajos hacia el país donde se produjo el bien adquirido. Un no egreso de divisas es tan esencial como una importación de ellas.

La poca incidencia que habría en el cambio climático por la destrucción del aparato productivo extractivista de un país pequeño es otra falacia sostenida por los defensores del sector energético contaminante. Que Colombia, Ecuador o Guatemala no deben destruir sus industrias de combustibles fósiles por su insignificante aporte a los daños de la atmosfera global es una mentira envolviendo un alto grado de ignorancia. El mundo petrolero internacional es uno sostenido por ayudas públicas y recursos de inversionistas. Los poseedores del capital no analizan en exclusivo los pozos explotados, sino que tienen su mirada puesta en la reservas conseguidas. De ahí que sean dos los términos que causan grandes temores a los accionistas que han puesto sus riquezas en resguardo de las multinacionales del oro negro: los activos inmovilizados y la tasa de sustitución.

El petróleo es un recurso finito. En algún momento, tristemente lejano aún, se agotará. El afán de los inversionistas, siempre especuladores, es poder abandonar el negocio cuando la sequía se presente. De ahí su afán por conocer la tasa de sustitución de las empresas. “Para que el valor de esas compañías permanezca estable o crezca -alecciona Klein-, las empresas petroleras o gasísticas deben estar siempre en disposición de demostrar a sus accionistas que cuentan con reservas de carbono frescas para explotar cuando se agoten las que están extrayendo actualmente”. Sin una tasa de sustitución alta la empresa petrolera no tiene futuro y sus inversionistas liquidarían sus activos en ella de inmediato.

Las compañías que explotaban las arenas bituminosas de Canadá hallaron el maná en los Estados Unidos. La infraestructura para exportar su producción hasta el vecino del sur iba a ser el oleoducto Keystone XL. El alto contenido contaminante del producto a exportar alertó a los más grandes movimientos ecologistas del mundo. Sin importar sus amenazas sobre el daño a causar, George Bush aprobó el proyecto y Barack Obama, en su primer mandato, nunca fue explícito en su rechazo. Pero nacería en 2016 una revolución política llamada Bernie Sanders, capaz de situar el tema del cambio climático en lo más alto de la agenda política electoral. Siendo el candidato independiente un opositor a la candidata Demócrata, Hillary Clinton, (la heredera de Obama) se vio obligado todo el establecimiento político de su país a vestirse de verde, forzando a Obama a detener la construcción del oleoducto, transformando la inversión en un “activo inmovilizado”.

Las infraestructuras perdidas por iniciativas políticas con alto contenido ambientalista (activos inmovilizados) producen fuertes caídas en las tasas de sustitución de las grandes multinacionales de las energías no renovables. De ahí que, una declaración de un país, por pequeño que sea, renunciando a la explotación de sus recursos energéticos petroleros pueda convertirse en una noticia apocalíptica para los grandes controladores de la industria del petróleo. Y son ellas, las corporaciones de la energía fósil, las que mantienen con oxigeno una industria que contamina el aire que se respira. Más allá del efecto contable, las poderosas marcas han demostrado pavor a que un anuncio de este tipo inicie un efecto en cadena que inspire a otros a seguir el ejemplo. En 2009 Shell se vio en grandes apuros al anunciar una tasa de sustitución del 95%, situación suficientemente clara para demostrar que, si los países pequeños, insignificantes y sin impacto en el cambio climático inician una masiva retirada en sus planes de exploración, la industria del petróleo a nivel mundial se puede ir a la quiebra.

La desaforada búsqueda del liquido negro, esa mezcla que actúa como sangre para el capitalismo global, tiene su explicación en el modelo de negocio al que están atadas las grandes empresas del sector. La irracionalidad de la fracturación hidráulica (un proceso que consume más energía de la que crea), la barbarie causada al exterminar toda forma de vida en la exploración para extraer bitumen (arenas bituminosas), la exploración de petróleo en el ártico o en profundidades extremas en el mar, son una respuesta irracional en lo ambiental, en los costos económicos; pero necesarias según los requerimientos de las juntas directivas. La campaña del periódico The Guardian nombrada «Keep it in the ground», enfocada en promover un mundo donde las reservas de petróleo se conserven bajo tierra, es la más poderosa arma contra las grandes compañías petroleras. Cuando Ecuador, con Correa, y Bolivia, con Evo, les ofrecieron a la sociedad global preservar su principal producto de exportación en su estado natural a cambio de un pago por no contaminar, un ejercito de cabilderos y abogados se esparció por el planeta, en modo pie de guerra contra las intenciones de las dos pequeñas naciones.

La industria extractivista conlleva irremediablemente a un final trágico y la referencia más poderosa se haya en la Isla de Nauru. Los hallazgos de fosfato hicieron aterrizar a las grandes mineras del planeta en el paradisíaco lugar. Durante unas décadas, los flujos de dinero transformaron la vida de todos sus ciudadanos, permitiendo un consumo excesivo de bienes importados, creando una ilusión de bonanza en unos isleños que se consideraban potentados ciudadanos del mundo. Pero el dinero fácil siempre viene con un costo escondido. Las mineras expandieron el uso de los terrenos hasta ocupar el 90% de toda la isla, forzando a los nativos a ubicarse en una franja junto a la playa, mientras el resto del país era destruido por las excavadoras. Sin posibilidad de producir alimentos, se adquirió del exterior toneladas de procesados para consumo interno, hasta llegar al punto de que hoy la principal pandemia de los nauruanos no es el Covid-19 sino la diabetes tipo 2. Pero su mayor miedo es el elevado nivel del mar, producto del cambio climático, que está ahogando la isla.

En 2012, el presidente de Nauru, Marcus Stephen, envió un mensaje al mundo que debe ser escuchado: «Nauru deja ver lo que puede suceder cuando un país se queda sin opciones. El mundo va por una senda parecida con su implacable consumo de carbón y petróleo, con el que está alterando el clima del planeta, derritiendo hielos continentales, acidificando los océanos y acercándonos cada vez más a ese día en que nadie pueda ya da por sentado la existencia de agua limpia, terreno fértil o alimento abundante». Las razones por la que se debe luchar contra la industria de los combustibles fósiles está ahí. La estrategia más poderosa habida, parece ser, es la propuesta aquí. Y no hay espacio para posiciones de conciliación: Naomi Klein lo explica perfectamente: «Esta industria ha anunciado en informes a la SEC y en promesa a sus accionistas que está decidida a que se queme cinco veces más combustible fósil del que la atmosfera del planeta podría absorber».

«Esta industria ha anunciado en informes a la SEC y en promesa a sus accionistas que está decidida a que se queme cinco veces más combustible fósil del que la atmosfera del planeta podría absorber».

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