¿La hora del Estado Inversionista? Parte II.

PARTE I

DE LAS INVERSIONES DEL ESTADO.

Derruir el mundo moderno y erigir uno superior es una demanda tan innegociable por su urgencia, como necesaria para la supervivencia. Y he aquí a la sociedad planetaria, por poco inamovible, frente a la venidera catástrofe final. Los datos son cada vez más terminantes: la inequidad, el cambio climático o el modo de producción actual extinguirán toda forma de vida sobre la tierra, somera y silenciosamente, como hacen los más letales depredadores.

Frente a un cambio de una magnitud sistémica como el requerido en la presente coyuntura, se precisa un ente con un radio de acción que aglomere toda la sociedad, cuyas acciones impacten en cada rincón del país y con el poder suficiente de transformar los aspectos fundamentales de las estructuras sociales. La crisis pandémica causada por el Covid-19 dejó en evidencia las inmensas limitantes de los actores del mercado a la hora de un accionar de semejante tamaño y la facilidad con la que el Estado navegó las turbulentas mareas de aquellos días.

De su inmensidad se desprende un elemento vital como lo es la capacidad única del Estado para adquirir las ganancias amplías de cualquier inversión estratégica. Se esconde ahí, como diamante en bruto, como un tesoro perdido, la fórmula mágica para efectuar la transformación urgidas por un mundo moderno camino al apocalipsis. Y sociedades avanzadas, envidiadas por otras que las miran desde realidades más ajustadas a siglos pretéritos, sopesan su éxito en el hecho de haber entendido tal condición de la acción colectiva institucionalizada en el Estado.

Y los dos rubros clásicos de inversión estatal, capaz de producir sociedades más avanzadas en todas sus aristas, son la educación y la salud pública. Un grande, Luis Inacio “Lula” Da Silva, lo explicó durante su periodo como presidente y en esos transgresores primeros ocho años a cargo de Brasil. “No se le puede llamar gasto público -explicaba el mandatario-. Se le debe llamar inversión pública. Cada dólar que en educación invertimos genera una tasa de retorno de siete dólares para la sociedad”.

Otro extraordinario, pero en el área de la academia, da soporte a las palabras del político. Ha Joon Chang explica con la sencillez digna de los maestros que, un padre, centrado en el corto plazo y la rentabilidad expedita, puede decidir enviar a su hijo de ocho años a buscar trabajo, lo que traerá ingresos a su familia en el presente; o, puede, con una visión puesta en un prometedor horizonte, invertir en la educación y salud del menor, de forma que en su adultez se inserte al mercado laboral con capacidad de crear ingresos superiores.

Un Estado Inversionista entiende al ser humano como un patrimonio: en el caso indeseado de que sea una persona, especialmente un niño, de condiciones socioeconómicas paupérrimas, se encuentra frente a la disyuntiva de invertir en él y crear un ser productivo para la sociedad; o puede, como se ha decidido acorde a la ideología dominante actual, abandonarlo a su suerte y esperar que la vida decidida si se transforma en un ciudadano ejemplar o un criminal de la peor calaña, siendo esto último lo indicado por la estadística será el resultado más posible.

Luis Inacio Lula Da Silva

Se debe estar ciego, o muy corrompido, para no entender el retorno en la inversión en la educación general. Uno, fundamental, son los no egresos producidos para la sociedad al librarse el gobierno de lidiar con un enorme grupo de seres no integrados en la comunidad, siendo la educación pública el factor clave para evitar ingentes gastos de justicia, de policía, de reformatorios. También, a su vez, el generar ingresos por transformar a sus ciudadanos en emprendedores o trabajadores calificados.

Y es que la estrecha relación existente entre inversión pública en educación y desarrollo económico de las naciones fue algo obvio, incluso en los primeros días de la economía. Para Adam Smith, educador él mismo…

aunque el pueblo llano en una sociedad civilizada no pueda tener tanta educación como la gente de rango y fortuna, las partes más fundamentales de la educación —leer, escribir y contar— pueden ser adquiridas en una etapa tan temprana de la vida que la mayoría de quienes se dedican a las ocupaciones más modestas tienen tiempo de aprenderlas antes de poder ser empleados en esas ocupaciones. Con un gasto muy pequeño el estado puede facilitar, estimular e incluso imponer sobre la gran masa del pueblo la necesidad de adquirir esos elementos esenciales de la educación.

Adam Smith

La privatización de la educación, por otra parte, lega una casta conformada por aquellos pocos herederos con poca posibilidad de acceder a la enseñanza superior. Esa realidad hace innecesario un arduo esfuerzo de su parte para encontrar un lugar en el mercado de trabajo. La falta de competencia genera ciudadanos mediocres en sus funciones y una economía estancada sin aumentos considerables de productividad. La inversión del Estado en educación pública es el mecanismo más efectivo para elevar las capacidades de sus ciudadanos y mejorar la productividad de toda la economía, contrayendo nuevos ciudadanos capaces de generar ingresos y ser pagadores de impuestos. Pero más importante, ciudadanos preparados para refundar la economía y adecuarla a las demandas actuales.

Allende a la educación pública marcha la salud pública. Robert Fogel, historiador de la Universidad de Harvard, presentó un estudio demoledor de toda apología a la salud privada. El progreso alcanzado por el Reino Unido durante los primeros 200 años de la revolución industrial son explicados, en aproximadamente un 40%, por el acceso irrestricto de su nación a una salud pública garantizada. No se necesita ser un genio para entender que una sociedad educada y saludable es una productiva y de avanzada. Una nación enferma está en incapacidad de aprender, de producir, de progresar. Y si es además una ignorante por decisión de su clase gobernante, es una condenada al atraso más miserable.

Robert Fogel

Sea necesario resaltar que es en la condición de pública de la inversión donde reposa el enigma del desarrollo, tanto económico como social, al ser ella la capaz de crear mejores mercados o nuevas economías. El sino deseado es el consolidar inversiones estratégicas generadoras de economías fuertes y modernas; pero, sobre todo, más poderosos contribuyentes, en variadas áreas de la nación. Mientras que un inversionista necesita que su proyecto produzca ingresos, un Estado busca que el emprendimiento haga crecer amplios espacios de la economía total, impulsando una masiva generación de empleo, más consumo, más inversión y nuevos contribuyentes.

Y como siempre, la fuente de toda sabiduría recae en la historia. En su magnífico “La era de la revolución”, Eric J. Hobsbawm relata cómo las inversiones en ferrocarriles durante la Revolución Industrial fueron masivas; aunque poco rentable para los capitalistas. Pero la escaza tasa de retorno de la infraestructura vial no la haría menos deseables para la nación inglesa. De hecho, su falta de flujos financieros a causa de los bajos precios a sus clientes representaba a su vez ventajas comparativas en otros espacios de la economía y, de ahí, su vital importancia en el proceso de construcción del Imperio Británico. El caso es digno de análisis.

Eric J. Hobsbawm

La tasa de retorno de un sistema de transporte masivo, incluso uno tan innovador como lo fueron los ferrocarriles en sus inicios, no es una muy atractiva: los altos costos de su construcción deben ser compensados con precios bajos para incentivar su uso. Pero el impacto en la economía, gracias a la positiva transformación en las comunicaciones, reducción de costos para el comercio y el incremento en los rendimientos de las empresas como respuesta a la mayor agilidad en la movilidad, hicieron de los ferrocarriles una inversión deseable, claramente no para los capitalistas; pero si para el país. Una rentable para la totalidad del aparato productivo, capaz de conseguir un crecimiento exponencial.

Desde la instalación de esta forma de transporte el país vio nacer más y mejores empleos, por ende, más consumo y más tributos. En estos últimos radica la clave del Estado Inversionista y su verdadera ganancia: poder hacer inversiones que, sin importar su tasa de retorno, consoliden economías boyantes gracias a su impacto en todos los sectores, generando un mayor P.I.B. y unos mayores ingresos fiscales. La gracia está en poder prestar esos servicios a la ciudadanía, a costos accesibles, sin importar los resultados del ejercicio, puesto que al generar impactos positivos en todas las áreas de la economía, se producen otros ingresos que permiten la subsistencia de la inversión estratégica.

Marcha por la educación pública

Un privado a cargo de la educación, la salud, los trenes, un ser dominado por su afán de lucro, eleva los precios por el usufructo de los bienes ofrecidos, limitando el potencial económico de ellos. Y está dentro de su lógica, al estar limitado a los ingresos producidos por su escuela, clínica o tren, como único medio de satisfacción de su único deseo de hacer rentable su inversión. Mientras que, al otro lado, el Estado, es el deposito natural de todo el impacto positivo por esas inversiones producido, representado en una sociedad más civilizada (menos gastos fuerza pública) y más productiva (más tributos) y de ahí su capacidad para prestar esos servicios a costo cero o muy bajos.

Al dar educación y salud a costo cero para el ciudadano, una vez estos se conviertan en ciudadanos productivos retribuirán las inversiones por sus aportes a la sociedad, tanto como seres civilizados como seres productivos. Pero solo el Estado está en capacidad de recibir esos futuros ingresos. Realidad opuesta al mundo en el sector privado, pues los estudiantes dejan de ser explotables al momento de graduarse, limitando al empresario a recuperar su inversión mediante el cobro por educar. Y entre más alto sea el costo, más rentable es, aunque sea en detrimentos de la economía nacional.

Ha Joon Chang

Un Estado Inversionista tendría la visión de una estructura pública de costos bajos e incluso subsidiados en sectores estratégicos, pues el efecto dinamizador en la totalidad de la economía puede ser mucho más fructífero para él. Un tren de alta velocidad entre dos ciudades genera efectos positivos en una variada gama de áreas en ambas economías locales: más crecimiento económico, más inversión, empleo y más ingresos tributarios. Para el Estado, entonces, el negocio no está en el tren, sino en los efectos positivos por él producidos.

Entendiendo ese poder de la inversión pública, se comprende por qué debe ser el Estado el inversionista principal en empresas que controlen sectores claves de la economía nacional, poseedores de la capacidad suficiente para transformar por completo la sociedad moderna. Una transformación urbana, energética, alimentaria, educativa, de transportes, son urgencias por efectuar desde el Estado inversionista, si es que el deseo es superar la actual sociedad.

Derruir el mundo moderno y erigir uno superior es una demanda tan innegociable por su urgencia, como necesaria para la supervivencia.

Suscribir

Deja un comentario