Ya sea el cine usando la música para crear una emoción, o la música haciendo gala del cine para impactar con un mensaje, el resultado no se altera por el orden. Pearl Jam hizo cine con sus videos y fueron proféticos en cada postura tomada. El problema es que no se están escuchando.
La década de los noventa se liga por completo a una marca: MTV. El canal de música transformó su industria y elevó su nombre hasta convertirlo en una religión. Una veintena de artistas musicales con sus obras audiovisuales de promoción acompañando sus canciones fueron la razón de tan inmenso éxito. En un mundo donde la suerte de un disco estaba ligada a la calidad de los videos musicales, Guns N’ Roses, Nirvana, Michael Jackson, Madonna, consiguieron conquistar verdaderas cimas artísticas con sus promocionales.
El nuevo mecanismo de la industria fue tan exitoso que algunas fueron verdaderas piezas cinematográficas realizadas por directores celebrados en el séptimo arte (Martin Scorsese dirigió «Bad» de Michael Jackson, Gus Van Sant lo hizo con «Under the Bridge» de los Red Hot Chili Peppers, y Brian de Palma tomó las riendas en «Dancing in the Dark» de Bruce Springsteen) o por algunos directores encaminados a convertirse en cineastas de renombre ante la cinefilia mundial (David Fincher hizo “Janie’s Got a Gun” de Aerosmith, Michael Bay realizó para Meat Loaf “I’d Do Anything For Love (But I Won’t Do That)” y Spike Jonze dirigió “100%” de Sonic Youth).
Mann es contemporáneo a su héroe y experimentó los años politizados del boxeador en carne propia. Por eso concluye su filme creando una metáfora visual en la pelea final, representando un retrato del conflicto de clases destrozando la sociedad global en aquella época. El establecimiento político, económico y militar de su país se aglomeró detrás de George Foreman; los explotados del planeta, representados en los niños junto a él corriendo, gritaban extasiados dándole apoyo a Ali.
«Al principio no creía que fuera el más grande de la historia. Pero de repetirlo tantas veces me lo creí y terminé siendo… el más grande de la historia». La frase puede haber sido suya o no. En esta época de memes y mentiras digitales, es costumbre adjudicar palabras fascinantes a personajes admirados. Más, sin embargo, en este caso particular, de no ser real, debería ser una verdad. Muhammad Ali no fue tanto una vida como una época, interesante e impactante, resumen de un momento transgresor en la evolución de la civilización moderna.
Si se es partidario de la igualdad entre hombres y mujeres, así como consciente de la inexistencia de las razas, los años de Ali y sus luchas son un todo inspirador. Para Hollywood, algo más tangible: una gran oportunidad de negocio, siendo solo cuestión de tiempo el plasmarlo en una pantalla. Afortunadamente para el cine y para el boxeador, para sus fanáticos y aquellos luchando por el sueño de un mundo mejor desde cualquier trinchera, fue Michael Mann el hombre detrás de la realización y, de manera gratamente sorpresiva, fue Will Smith el actor escogido para hacer el papel del más grande deportista de la historia.
Y se hace inevitable la pregunta: si un grupo de seres humanos es tan poderoso para movilizar el aparato judicial de un país y efectuar una guerra jurídica en contra de un candidato inocente a presidente e inculparlo de un cargo ridículo, ¿no es capaz ese mismo grupo de agitar las bandas criminales para aniquilar la seguridad ciudadana?
Para aquel ajeno a la realidad del Brasil, es por poco imposible comprender por qué Jair Bolsonaro, un extremista de derecha favorable a la instalación de una dictadura, conquistó la presidencia de ese país. Pero hubiera sido relativamente fácil, para cualquiera que haya visitado o habitado las tierras del pentacampeón del fútbol mundial días antes de las elecciones, prever el triunfo del fascista hoy a cargo de la sexta economía del planeta. La ubicación geográfica correcta también permitiría entender el triunfo de Hitler en Alemania, de Trump en Estados Unidos, de Uribe en Colombia, de Salvini en Italia…
En «Die Welle», la obra de cine alemán de Dennis Gansel y que impactó al mundo en 2008, se recrea el ejercicio por el profesor Ron Jones efectuado, en 1967, en la escuela Cubberley High School in Palo Alto, California, con el que demostró que una dictadura al estilo Nazi podría reimplantarse sin encontrarse con muchos obstáculos, en los principales países avanzados. El hecho de que hoy se vea el resurgimiento de este tipo de líderes a nivel global no es más que una muestra, la enésima, de la capacidad que tiene elartede prever los hechos del mundo.
«Facebook y Amazon ya no operan como empresas oligopólicas, sino como feudos o fundos privados». Para él, «las plataformas digitales han reemplazado a los mercados como el lugar de la obtención de riqueza privada». El capitalismo ha evolucionado hacia espacios más que monopolizados. «Por primera vez en la historia -continua el académico-, casi todos producen gratuitamente el stock de capital de las grandes corporaciones». Existe toda una nueva relación capital trabajo, que incluso supera a la explotación capitalista perfecta: la esclavista. «Eso es lo que significa subir contenido a Facebook o desplazarse con una conexión a Google Maps».
La misiva de Chris Hughes, miembro fundador de Facebook, fechada en 2019, adquiere hoy vibrante relevancia. Su comunicación solicita a la función ejecutiva de su Estado, al gobierno de los Estados Unidos, el actuar para resquebrajar su antigua compañía de Internet. Sus palabras no deberían ser tratadas como un asunto banal entre el marasmo de acontecimientos acongojando a todo el mundo. Meta es ya una reconfiguración de la sociedad moderna, el «país» donde hoy se habita, la «nación» donde con los pares se interactúa y el «ágora» donde se debate. Y ese nuevo mundo creado tiene un rey absoluto en la persona de Mark Zuckerberg, situación sin parangón como fenómeno social mundial.
Y sería en el arte, a través de un filme, uno coqueteando a cada plano con la perfección: «The Social Network«, dirigido por David Fincher y escrito por Aaron Sorkin, el encargado de hacer sonar las sirenas, el primero en anunciar un futuro con tan aberrante concentración de poder. Es que es esta obra audiovisual posiblemente la película más celebrada de su realizador, con unas cualidades cinematográficas excelsas y admirables; y no obstante esto, lo más impresionante es haber anunciado la transformación de su personaje principal en una persona controversial y que hoy domina una porción descomunal del mundo.
El objetivo de la propaganda bélica es exaltar el amor patrio esperando que los llamados a la guerra sean respondidos masiva y fervorosamente por sus pueblos.
El relato de la vida de los grandes humanos se difumina siempre entre un mito o la realidad. Del pasado se ha compartido que Iósif Stalin, encabezando una reunión con los más altos mandos del politburó, manifestó una fuerte frustración a sus subalternos al replicar: “denme una industria el diez por ciento de poderosa de lo que es Hollywood y convierto al mundo entero al comunismo”. La existencia de tal sentencia es un enigma aún a descifrar, pero de haber ocurrido ésta debió haberse presentado en aquellos días en que, como titula el diario.es de España, se vivió un “fugaz romance entre Hollywood y la Unión Soviética”.
Las páginas escritas por Michael S. Shull, en su libro Hollywood War Films1937-1945, reseñan aquella época con un minucioso repaso de las producciones hollywoodenses durante la confrontación bélica más dolorosa: la Segunda Guerra Mundial. En sus párrafos disecciona obras como «Song of Russia», filme retratando una valerosa colaboración entre los norteamericanos y los rusos para combatir el nazismo, dando espacio para presenciar el nacimiento del amor entre dos ciudadanos de cada país; otra cinta digna de su estudio es «The North Star», producción que exhibe a las granjas colectivas rusas como un paradisiaco lugar; y, una última por citar, «The Boys From Stalingrad», filme donde un grupo de niños rusos heroicamente enfrentan al poderoso y horroroso régimen alemán.
Su metraje es una metáfora nítida del mundo moderno, una acusando el haber creado una sociedad tan cruel, violenta y desigual, que ha hecho insoportable la existencia de la vida misma.
M. Night Shyamalan es un fascinante realizador. Posee además una carrera desenvuelta através de un misterio más denso que las enrevesadas tramas de sus filmes. Varias de sus obras, por ejemplificar lo escrito, han sido condenadas al fracaso por sus distribuidoras transmutarlas a la brava en la secuela de «The Sixth Sense», su gran éxito en taquilla. «The Happening» no es una de ellas. Es, realmente, una película mediocre dentro de la filmografía de un hombre al que sin lugar a equívocos se debe definir como un cineasta.
Casi todas las obras del autor oriundo de la India contienen una complejidad de sus tramas en la que sobresale su construcción minuciosa de secuencias perfectamente conectadas, un entramado desarrollado para soterrar una verdad poderosa pero que, a pesar de haberse puesto frente al espectador, es invisible para él. En su primera producción en los Estados Unidos el ocultar la verdadera condición del personaje de Bruce Willis durante toda la trama fue su gran baza; y, en «Signs», lo impactante fue descubrir que las señales no eran una referencia a las estructuras creadas en los campos indicando cómo efectuar el aterrizaje de naves extraterrestres, sino a las señales recibidas por la familia durante toda su vida para sobrevivir a ese evento. En «The Visit» falló rotundamente, pues era imposible, no evidente, descifrar la verdadera situación de los pequeños en su visita a sus abuelos.
Pero si es de ser cierto que un director pone una parte y el espectador la otra, la experiencia del visionado de “The Man In The High Castle” es impactante por su capacidad de hacer ver el mundo hoy sufrido.
Prime Video, la plataforma de retransmisión digital parte del gigante corporativo propiedad de Jeff Bezos, ha acatado las reglas impuestas por su principal contrincante y gran pionero en el área, todo en su afán de competir por coronarse en la cima de la nueva industria. Netflix, por descartar cualquier atisbo de duda, inició trabajando como coequipero de los grandes estudios, ofreciendo sus títulos más emblemáticos, atractivos e impactantes, a la par de ir creando un contenido propio capaz de generar fidelidad.
Amazon encontró en la floreciente tecnología explotada con éxito por el nuevo gigante del valle de la silicona el gancho perfecto para agraciar a sus compradores. Su plataforma nació a la vida como un premio a los fieles miembros del gigante de la distribución. Por un tiempo pareció ese iba a ser su destino. Pero, posiblemente impulsados por la envidia al notar el éxito arrollador obtenido por “House Of Cards” en sus primeras temporadas, se enfrasca la compañía en la creación de un contenido que valorice su marca y sea capaz de atraer ingente cantidad de nuevos miembros.
«The Man In The High Castle». Prime Video.
Pocos tan visionarios como el escritor Philip K. Dick. Sus relatos cortos hechos grandes largometrajes, “Blade Runner” y “Minority Report”, lo hacen merecedor con creces de tan anhelado adjetivo. Pero la obra de Prime Video lo consagra como una especie de iluminado capaz de entender los destinos de nuestra especie, tal y como si un escribano de Dios se tratara. Y es que los hechos impulsando toda la historia es un mundo imaginario donde los alemanes, con el Partido Nacionalsocialista a la cabeza, vencieron en la Segunda Guerra Mundial y se apoderaron del planeta. En ese espacio fantasioso, los Estados Unidos se dividen en dos grandes hemisferios: el oriental dominado por el régimen alemán y uno occidental controlado por una facción del imperio japonés. Hablar de una historia con esa trama en primer término, en pleno retorno de las extremas derechas xenofóbicas y fascistas en el país más grande de América y alrededor de Europa, hacen sobrantes a las palabras.
En cada plano hay magia, hay poesía y, sobre todo, poder narrativo.
Las secuelas hollywoodenses son, en la inmensa mayoría de los casos, una oportunidad desperdiciada para contar una gran historia. Al volcar su objetivo en convertirlas en poderosas máquinas de hacer dinero, sus realizadores abandonan desde el más temprano proceso creativo toda posibilidad de explotar argumentativa y artísticamente un mundo ya experimentado con satisfacción por un público masivo. «Blade Runner 2049«, traida a la vida como secuela 35 años después del nacimiento de su antecesora, no merece agruparse en tan pauperrimo grupo. Su objetivo es la expansión y actualización del universo estructurado por su primer padre creador y evolucionar en las temáticas que generaron efervecientes debates entre los cinéfilos de dos generaciones anteriores.
No es baladí compartir el sustantivo usado por el director a la hora de explicar por qué decidió tomar las riendas del proyecto, puesto que parece hallarse en esa palabra la característica que mejor define la última película dirigida por el canadiense Denis Villeneuve: después de revisar el guion escrito por Hampton Fancher, Michael Green y Ridley Scott, el cineasta encontró un material escrito con una calidad poética, que lo impulsó con fervor a convertirlo en imágenes y sonidos. Triste realidad de estos tiempos la suerte legada a estos artistas, así sean visuales, al forzarlos a quedar condenados al fracaso comercial. Este lienzo audiovisual no sería la excepción: el último trabajo de Villeneuve fue un gran fracaso en taquilla en todo el globo.
Pero la inserción de un último villano es de donde se podría tomar el mayor paralelismo entre la serie y la política internacional contemporánea.
Las cinco primeras temporadas de la producción de AMC fueron un elixir audiovisual orgásmico. Las críticas feroces recibidas por las siguientes entregas son todas merecidas. En sus inicios, incluso, como pieza de entretenimiento se permitió cimas consideradas inconquistables en su tiempo. Por rememorar la máxima, en algún momento hubo más televisores en los Estados Unidos encendidos viendo a los caminantes de la serie que a los corredores del fútbol americano del NBC’s Sunday Night Football. Nunca antes se había derrocado así al rey de la grilla televisiva.
Y es tentador explicar la magnitud de tan inmenso éxito excavando en la profundidades de sus fotogramas. Porque disfrutar de «The Walking Dead» como una serie de zombies es perderse la esencia de toda su puesta en escena. Es que su metraje, desarrollado dentro de una de las instituciones más capitalistas de nuestro tiempo, la televisiva norteamericana, es la crítica más sutil y elaborada de una nación que sabe ha dejado sus mejores momentos atrás. Y lo hace con la grandeza de los genios: de manera subrepticia, sembrando ideas en las mentes de los espectadores, sin ellos siquiera notarlo, promoviendo un cambio de patrones de comportamiento a futuro. En el pasado, los escritores de Hollywood, vetados por el establecimiento más conservador, se encontraban impedidos a desarrollar en su arte sus ideas más heterodoxas con tranquilidad, siendo forzados a actuar a través de la sugestión y explayando, en el trasfondo de la pantalla, sus posturas más radicales.
La historia de la humanidad es una de opresiones y dominaciones, pero también de la lucha y la resistencia contra estas opresiones y explotaciones.
Todo poder público erigido como Estado en sociedad alguna jactándose de ser democrática debe contener un contrapoder circunscribiendo su impacto y confinando sus alcances. Esa máxima ha sido principio irrestricto de la teoría política desde los clásicos. Y la razón de su existencia encontraba fundamento en los comportamientos de las instituciones durante la cotidianidad. Las naciones dotaron a sus Estados con una función legislativa, otra ejecutiva y una última judicial, construyendo un tríptico del poder político. La interacción entre ellas se consideraba un sistema de pesos y contrapesos funcional al gobierno, al parlamento y a las cortes. Cualquier intento de una de ellas (generalmente el ejecutivo) por expandir sus capacidades más allá de su esfera de influencia natural, sería limitada al chocar con la circunscripción de otra rama del poder (generalmente la legislativa, aunque últimamente más la judicial). Pero el diseño era insuficiente desde la perspectiva de la ciudadanía. La inexistencia de un ente desde el cual pudiera ella presionar el abuso de las otras, era un vacío inconsistente con sus principios filosóficos. Nación sin poder no es democracia.
Los medios de información, el periodismo en su más pura esencia, suplieron la necesidad de ese espacio con la denuncia como el arma más poderosa para delimitar las acciones de los hombres y mujeres del Estado, presionando desde su quehacer el encaminarlos hacia su objetivo originario. Ninguna dicha es eterna y, producto de los cambios producidos por la globalización en su fase depax americana y neoliberal, la sociedad se enfrenta a un nuevo problema. No se previó, por parte de los padres fundadores, la capacidad de que alguna institución, algún ente o una organización pudiera captar las tres ramas del poder público y la del ciudadano, disponiendo de todas ellas a su antojo y enfocarlas hacia la satisfacción de sus necesidades. Es casi indubitable el que hoy, el poder económico, centralizado éste en las grandes corporaciones con alcance global, tiene a su merced Estados enteros y a sus pueblos indefensos frente a su accionar. Su descomunal riqueza lo ha hecho subyugar todas las esferas públicas y, además, dominar los grandes referentes periodísticos. Y debió haber sido previsible: tal capacidad de maniobra, por la que mucho dinero invirtieron, tiene un fin trazado y es ser usada de manera inescrupulosa cuando sus intereses comerciales estén amenazados.