Cigarrillos, cocaína y… ¿comida?

Los banqueros actuaron codiciosamente porque tenían incentivos y oportunidades para hacerlo, y eso es lo que hay que cambiar. Además, la base del capitalismo es la búsqueda del beneficio: ¿tenemos que reprochar a los banqueros que hagan (puede que un poco mejor) lo que se supone que hace todo el mundo en la economía de mercado?

Joseph Stiglitz. «Caída libre».

El filme «The Insider«, de Michael Mann, representa el icónico reportaje emitido en el programa noticioso «60 Minutes» de la CBS la noche en que el reportero Mike Wallace conversó con Jeffrey Wigand, un antiguo y alto ejecutivo de la extinta tabacalera Brown & Williamson. El diálogo televisivo entre ambos versó sobre una revelación aterradora: el verdadero producto detrás de la operación de su antiguo empleador. Los cigarrillos son «un dispositivo para suministrar nicotina», un producto altamente adictivo, según aseguró el bioquímico al periodista. Y así, una vez más, se repite una de las prácticas más regulares del sistema económico dominante: tomar una tradición ancestral (el fumar lo es acorde al relato histórico plasmado por Ian Gately en «La diva nicotina») y degradarla a un corrupto entramado diseñado para explotar hasta la defunción a unos hermanos convertido en meros clientes engañados.

¿Qué hace pensar, a cualquiera, que, estructurada bajo el mantra del capitalismo, la industria alimentaria no se ha erigido bajo exactamente los mismos parámetros? Todo se basa en engañar a sus clientes para vender mucho más. No hay motivo real para actuar con semejante inocencia por parte de una sociedad sobrepesada. Y, entre los actores del sector, ninguno más dañino, mezquino, corrupto y maléfico que la industria ganadera. El problema real es que, al querer denunciarla para desmantelar tan infernal estructura pareciera que, al igual que sucede con Rafa Gorgori en «The Simpsons«, la mayoría de los ciudadanos son orgullos egresados de la «Universidad Bovina».

Michael Mann, Russell Crowe y Al Pacino en «The Insider».

La historia revela que, «Popeye», el tierno personaje del marinero enamorado que recurre a la espinaca como fuente para adquirir exagerada energía, se masificó como respuesta a una necesidad del gobierno de los Estados Unidos. Erich von Wolf, químico alemán, en 1870, hizo unos importantes estudios sobre el hierro y, acorde a sus descubrimientos, la espinaca contenía 3,5 miligramos del mineral por cada 100 gramos. En la traducción al inglés del documento la cifra se anotó de manera errada, declarando que por cada 100 gramos de la planta se encontraban 35 miligramos de hierro en ella, distorsionando la cantidad y potenciando la propiedad del vegetal.

Tal cantidad del mineral, en una sola planta, era una panacea para las autoridades de salubridad en los Estados Unidos en las postrimerías de la Primera Guerra Mundial, años aciagos en los que, debido a la mala alimentación causada por el conflicto bélico global se había desatado una pandemia de anemia por todo el territorio norteamericano. Ya para los años de la Gran Depresión la situación era estresante. Y es en tal circunstancia que Elzie Crisler Segar crea su «Popeye» (1929), un personaje idílico para superar las urgencias sufridas por las autoridades gubernamentales, pues su éxito incrementó el consumo de espinacas entre los niños de manera exponencial y disminuyó la tasa de la espantosa enfermedad.

Pandemia de sobrepeso en niños en Estados Unidos.

Los éxitos son para repetirlos. Marion Nestle, autora de «Food Politics», en entrevista para el celebrado documental de Al Jazeera «Fast Food, Fast Profits», comienza a poner las piezas correctas del rompecabezas. El sobrepeso en los Estados Unidos, una pandemia amenazando a 3 de cada cuatro ciudadanos, arranca su expansión por la nación en la década de los años ochenta. La autora es precisa en qué lo originó: un cambio en la política federal de agricultura. Antes de aquellos años, los subsidios se enfocaban en sopesar financieramente los faltantes en lo ofrecido; pero, con la llegada de los neoliberales al poder se transmutó la filosofía detrás de la política y se comenzó a pagar a los granjeros por cantidades de comida vendida. Con unos ingresos garantizados, todo el sector agrícola se desató a una escalada masiva de producción generando una abundancia tal de alimentos que era imposible de ingerir según los patrones de consumo de esa época. Nacía así la industria masiva de la comida rápida.

El mecanismo es uno siniestro. «Después de comer comidas chatarra te sientes enérgico; pero la energía dura bastante poco y tendrás hambre en nada de tiempo y luego tendrás que comer de nuevo, y de nuevo, y de nuevo…». Así empieza su explicación de por qué el sobrepeso está desatado a lo largo y ancho de su país el Doctor Olajide Williams. En otro filme, «Global Junk Food: How the Fast Food Industry is Making Poor Countries Fat», se comprueba cómo las cantidades de azúcar, sal y grasa en la comida de las grandes cadenas de comida chatarra depende de las reglamentaciones gubernamentales de cada país. En una comparación entre Francia e India se descubrió que, en el subcontinente asiático donde las regulaciones son nulas, las cantidades de los condimentos superan entre tres y cuatro veces las encontradas en la nación gala, territorios donde el gobierno ejerce control sobre el asunto. «Entre más salado, más grasoso y más azucarado, más gustoso y la gente querrá comer más», son las palabras aclaratorias de Chandra Bushan, respetado contradictor de la comida rápida ofrecida en la India.

Pandemia global de obesidad

Las dos pistas para descifrar el misterio se conectan en un triángulo perfecto con una tercera descubierta. Mireia Elías Fernández, nutricionista del Instituto Médico Europeo de la Obesidad (IMEO), deja claro que «al ingerir comida rápida de manera continuada se dejan de introducir en la dieta nutrientes necesarios para la salud tales como vitaminas, minerales e hidratos de carbono complejos”. Y, concluye ella que, la comida chatarra «puede llegar a crear adicción», producto de los “los componentes que posee». «Son alimentos ricos en azúcares, glutamato, sal, grasas saturadas, saborizantes, aditivos y sodio cuyo efecto es crear una especie de adicción”, son las palabras concluyentes de Elías.

El afán de lucro del capital no tiene límites, pero convertir una necesidad básica en una adicción para vender excedentes de producción es un crimen sin parangón y debería ser un punto de inflexión societal. Una muestra contundente de los daños causados por un sistema nefasto cuyo único fin nunca ha sido otro que la explotación del hombre por el dinero. Así, en la alimentación se elaboró un productivo adictivo y bajo en nutrientes cuyo consumo obliga al cuerpo, desde dos frentes, a demandar más de él. Para concluir una estratagema perfecta la industria alimentaria recurrió a la publicidad, inyectando en la industria más de 4 mil millones de dólares anualmente. Afiches, comerciales, presencia masiva en la calle, productos por emplazamiento en cine y televisión (los actores posan y algunas veces mastican la comida; pero nunca hacen la ingesta), tiene como objetivo desatar una desaforada tentación por sus platos.

Mapa de los países con mayor incidencia de muertes por paros cardíacos. A resaltar el caso de China, donde una dieta muy alta en vegetales causa tasas muy bajas de muerte por esta causa.

El gran logro de todo el entramado ha sido el crear adictos inconscientes, siendo la mayor muestra el cómo se replican los patrones de consumo dictados por la publicidad. La industria de la carne ha dictaminado qué productos, con qué condimentos, en qué situaciones, son los ideales para disfrutar. El resultado no podría ser otro: una epidemia de sobrepeso mundial sin paralelo y un grupo, la industria alimentaria, convertido en el mayor genocida de la humanidad: desde hace más de dos décadas las causas más relevantes de fallecimientos anuales prevenibles están directamente relacionadas con los pésimos productos alimenticios al alcance de cualquiera en la sociedad.

El gran cambio a dar es uno cultural y de cara a los consumidores, pues con la comida se reiteran los frentes de lucha ya explorados con los adictos de otras industrias, dado que los que fuman se sienten sexys al expulsar humo por la boca, los que beben alcohol se han percibido muy «cool» al sostener un vaso o una botella con alguna bebida alcohólica y, los que comen carne se han convencido de ser herederos ancestrales de prácticas milenarias, sin percatarse en ningún momento, ninguno de ellos, de la iconografía creada para extraerles el dinero de sus bolsillos. Tan es así que ninguno de los autodenominados carnívoros ha realmente probado la carne, pues nunca han disfrutado una pieza cruda. Su amor por el pedazo de cadaver es amor por los condimentos adictivos en él incorporados. Nada más.

Consumo de tabaco a nivel mundial.

Los fallos del pasado atrás en el tiempo deben permanecer. La ilegalidad de productos de carne se proyecta como una medida de nula efectividad. La aplicación de políticas educativas masivas en pro de dietas basadas en plantas, tanto como solución a los pésimos indicadores de salud y a las urgencias del cambio climático, se revelan como estrategia más exitosa. Y un ejemplo esperanzador se vislumbra: desde 2010, el consumo de tabaco ha mermado drásticamente en todo el globo, siendo dos las armas más efectivas en la larga guerra contra el cigarrillo: la información masiva sobre los daños causados por el producto y, aún más efectiva, la prohibición absoluta de publicitar cualquier referencia a su consumo. El éxito masivo de documentales sobre las bendiciones recibidas por aquellos optando por una dieta basada en plantas, y el de las piezas de reportaje fílmico denunciando los daños de la carne con énfasis en la comida rápida, demuestran que otro frente de batalla se puede abrir con tales tácticas de guerra, esperando un nuevo triunfo a celebrar.

Una conclusión más amplía se permite. El análisis de Joseph Stiglitz está poseído por la lógica y la razón. Sea en la banca, el tabaco, la comida o la cocaína, el problema «es el capitalismo, estúpido» y su inagotable afán de lucro capaz de convertir a los empleados en explotados, a los clientes en estafados y a la naturaleza en mera proveedora de materias primas. Haber corrompido el negocio de la comida debería ser el cruce de la línea última, el momento en que las masas se levantan indignadas contra los opresores; pero todo indica que para ellos es solo el principio. Ahora van por el agua y van por el aire.

El resultado no podría ser otro: una epidemia de sobrepeso mundial sin paralelo y un grupo, la industria alimentaria, convertido en el mayor genocida de la humanidad.

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