«The Girl With The Dragon Tattoo», retrato de una tragedia escondida.

Aquí tenemos a un cineasta que ha clavado en la mente de sus espectadores a hombres violando a mujeres con una navaja en vez de un consolador, que los ha hecho presenciar cómo una mujer degolla a su pareja mientras tenían sexo y, por supuesto, que presenta una desgarradora violación anal, sin que nadie se indigne o percate.

Harald Vanger: No soy un recluso; no cierro mi puerta a nadie. simplemente no me visitan
Mikael Blomkvist: ¿Quizás si redecorases el lugar?
Harald Vanger: ¿Ocultar el pasado como lo hacen ellos? ¿Bajo una fina chapa brillante? ¿Te gusta una mesa de IKEA? Soy el más honesto de todos.
Mikael Blomkvist: ¿De la familia?
Harald Vanger: De Suecia.

Irrelevante tratar de definir la superioridad o inferioridad habida entre las dos adaptaciones de la novela de Stieg Larsson, «La chica del dragón tatuado», forzándose a escoger su presentación sueca o hollywoodesca. Más sensato parece celebrar todo un acontecimiento cinematográfico inesperado, como es el ser testigos de un exquisito ejercicio artístico: dos visiones de dos directores adaptando un mismo texto. Es que se perciben como reales las palabras de David Fincher al justificar la realización de su filme: «Al leer el libro de Larsson se siente la posibilidad de poder realizar cinco películas diferentes». Su sentencia valida la máxima de Woody Allen, haciéndola tan cierta como vital el agua: «De un mismo texto veinte directores harán veinte películas distintas». Y se comprueba acá en cuanto este trabajo de Fincher es uno inmensamente alejado del ejecutado por su colega europeo, siendo el principal rasgo de la obra norteamericana, su marca diferenciadora, la presencia, la firma, la estela mágica de su director en cada plano de ella.

Hollywood crea remakes por razones varias, pero todas dirigidas a controlar el negocio de la distribución, en ser ellos quienes dominen el contenido ofrecido a nivel global. Pero había en este proyecto unas intenciones artísticas adicionales: la primera se mencionó antes (dos visiones de un mismo texto) y, otra, el deseo de desarrollar una franquicia para adultos. Calcado del modelo de negocio de crear sagas para niños, jóvenes y adultos con gustos de pequeños (Marvel, DC), Sony planeaba crear el primer seriado cinematográfico enfocado en los mayores de edad con exigencias más densas. De hecho, su realizador «no estaba interesado en hacer otro filme de asesinos seriales», sino en crear un trilogía de películas con profundos temas y temáticas. Según sus propias palabras, «había esperado toda su carrera por esta oportunidad» y «el compromiso del estudio lo hizo aceptar el proyecto».

Fotograma del intro de la película. Sony Pictures
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Wall Street, ¿el cáncer de la economía?

Boeing, en su maldito afán de ahorrar costos precipitadamente, decidió no informar a ningún piloto en el mundo sobre el nuevo sistema instalado en sus aeronaves y, por lógica fácilmente deducible, no había dictado ningún protocolo de respuesta en caso de que este fallara.

Durante el metraje de “Hairspray”, la insuperable adaptación para cine hecha por Adam Shankman de la obra de Broadway que arrasó en los premios Tony de 2003, la que a su vez está basada en la intranquilizadora película de los años ochenta dirigida por John Waters, un momento mínimo dentro del filme, pero capital para la historia del cine, se presenta sutilmente. Mientras Penny Pingleton (Amanda Byrnes) fuerza a mirar la pantalla de televisión a Edna Turnblad (John Travolta) para que vea a su hija brillar, la confundida madre le dice a la amiga de su retoño que ya ella “sabe la verdad, que todo fue filmado en un gran set de Hollywood”.

El hecho de que los sucesos del filme se ubiquen en los años sesenta es el contexto necesario para entender la frase del personaje. Y es que hasta hace muy poco la ignorancia del espectador frente al proceso de filmación era absoluta, haciendo del visionado de cualquier película una experiencia mágica y abrumadora, con un gran impacto sobre cualquiera que tuviera oportunidad de disfrutar con las imágenes en movimiento proyectadas en la gran pantalla. En esa época, era una chiva noticiosa de la mayor importancia descubrir que, cuando en una película se veía un hombre colgado de un reloj en un rascacielos, no se filmaba a la persona desde lo alto de un edificio sino en la seguridad de un set y falseando todo el mundo alrededor suyo.

Harold Lloyd en «Safety Last».
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¿Qué se esconde tras la Guerra en Ucrania?

El ataque ruso a Ucrania tiene, como objetivo oculto, podría apostarse, el desterrar toda presencia del Complejo Militar Industrial de Estados Unidos en la zona con mayor proyección económica en la actualidad: la región de Eurasia, una a ser dominada por sus países, con Rusia y China como principales líderes.

Las pesadillas reaparecieron. Un convoy militar surcaba la frontera de un vecino indefenso en Europa, forzando a sus nacionales a contener el aliento al germinar con el acto la posibilidad de revivir su más grande temor: una tercera guerra continental al interior de sus confines. Mientras los hombres bajo el mando de Vladimir Putin marchaban con pasos de indetenible gigante, conquistando el control de una Ucrania incapaz de frenar la andanada del más grande de los pueblos eslavos, los recuerdos del mundo desencadenado por Hitler se proyectaban como un previsible horizonte de la humanidad.

“En la guerra de Ucrania no hay justificaciones, pero sí hay causas”, frase impactante plasmada en un titular de La Vanguardia con la que se invita a leer una profunda entrevista con Lanxin Xiang, experto en relaciones internacionales y en China. A esas causas hizo sutil referencia Maria Zakharova, vocera del Ministerio de Relaciones Exteriores de Rusia, al prometer que “este no es el comienzo de una guerra, estamos tratando de prevenir acontecimientos que podrían convertirse en una guerra global. Este es el final de la guerra”. George Kennan, ideólogo de cabecera de la Guerra Fría, advertía de todo esto en la década de los noventa: “La expansión de la OTAN es el comienzo de una nueva guerra fría. Es un trágico error. No había ninguna razón para esto en absoluto. Nadie amenazaba a nadie.»

Vladimir Putin
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La banca privada, ¿una estafa Ponzi legalizada?

En otras palabras: no hay suficiente dinero para cancelar la deuda con la banca privada

Los tumultuosos años sesenta en los Estados Unidos legaron históricos episodios, algunos determinantes en la construcción de una sociedad más avanzada. La mayoría de los sucesos definiendo la agenda de los luchadores por las libertades civiles no necesitan ser recordados. Pero podría ser que, refundido entre los anales de la historia de aquella década, se resguarde la querella más imaginativa en la eterna guerra de la especie humana contra la injusticia, una gloria esperando ser descubierta y deseosa de inspirar a aquellos deprecando por una vida moderna verdaderamente civilizada.

Deseoso de comprar el ideal vendido por su país, Jerome Daly solicita al First National Bank of Montgomery, en la ciudad de Minnesota, en los Estados Unidos, un crédito hipotecario por un monto de 14 mil dólares. Su petición es aceptada y el capital cedido. En el proceso de ejecución del contrato, el prestatario incumple lo pactado en lo referente a las cancelaciones mensuales. Haciendo uso de los derechos en el documento estipulados, el banco decide cobrarse con la casa de su cliente, ansioso de tomar posesión sobre el inmueble. Parecía una historia normal, mil veces repetida y conocida, si no fuera porque Daly, en un giro impresionante de los acontecimientos, interpuso una demanda a su otra parte por incumplimiento de contrato (nada menos) y en el condado de Credit River, “nombre cargado de una bonita ironía” como lo destacaría el economista Alejandro Nadal.

Alejandro Nadal.
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¿Réquiem por un sueño llamado Bernie Sanders?

Porque nada más poderoso que una idea que ve su momento llegar y el sueño es ahora porque la historia termine demostrando que Sanders no el fuego desatado para a arrasar con todo, sino la chispa que prendió el incendio.

De pie y firme, erguido y emocionado, divisando a sus escuchas desde la tarima del auditorio de la Universidad Estatal de Iowa, se encuentra el candidato de las primarias por el Partido Demócrata de los Estados Unidos, el senador independiente de Vermont Bernie Sanders. Se distingue al político ajustando los últimos detalles de su postura, organizando sus papeles en el atrio y aspirando el aire a ser convertido en las palabras de apertura de su discurso. Se apresta a dirigirse a un extasiado público en su mayoría conformado por estudiantes y en medio de un atronador aplauso generalizado que produce una algarabía contagiosa. La expectativa es palpable y el candidato no decepciona a ningún presente. Su frase de arranque conforma nada menos que un heroico grito de guerra: “¿Están listos para hacer una revolución?” El reto extendido por el político es aceptado por la audiencia, evidenciando su deseo de ingresar a las filas con la irradiación de un atronador e inconfundible: “¡Yeah!”

El suceso, ocurrido el 25 de enero de 2016, no mostraba indicios de ser exótico y sí una regularidad en la campaña por la presidencia de su país. Sanders, declarado socialdemócrata y hasta hace poco un desconocido congresista, estaba llamado a ser el último gran fenómeno mediático de la política en Estados Unidos, tras haber propiciado un terremoto imposible de predecir después de haber lanzado su nombre a la carrera electoral de ese año, hasta ubicarse como uno de los favoritos para alzarse con la contienda por el cargo público más apetecido del mundo. Más impresionante es haber logrado escalar tan empinada cima cargando a sus espaldas la cruz más pesada, una identificada con la marca del diablo según muchos de sus futuros electores: la de ser socialista.

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¿Es Colombia un Estado Canalla?

Una sociedad que establece un modelo de explotación al trabajador como forma de producción, genera un gobierno de castas y oligárquico encargado de proteger los privilegios de aquellos en la parte alta de la pirámide. Pero solo a través de la violencia es posible conservar tan injusta estructura. Eso ha llevado a usar el poder del Estado en contra de sus propios ciudadanos, superando su calificación como un Estado Fallido y convirtiéndose en un Estado Canalla.

Noam Chomsky generó un caos en el mundo político en 1991 al presentar «Miedo a la democracia». Su lectura llevó a un descubrimiento impactante por lo inesperado, aunque controversial por la excelencia con la que está sustentado. El lingüista construyó con cada párrafo un poderoso argumento, posibilitando sustentar una tesis alucinante y opuesta a la creencia más generalizada, pero cuya concatenada exposición obliga al lector a concordar con los alegatos finales del autor: Estados Unidos, sentenció él, aborrece el sistema político que busca expandir por el mundo entero. Ama el prestigio por él otorgado, por supuesto; la legitimidad frente a las naciones ofrecida al promoverlo, indudable; la posición de superioridad otorgada con respecto a otras sociedades imposibilitadas a organizarse bajo sus formas, indubitable esto. Pero no soporta de él su característica primordial: la entrega del poder.

Su análisis se ciñe con agudeza a estudiar el gobierno del presidente republicano e ídolo del conservadurismo estadounidense: el señor Ronald Reagan. Su conclusión de su mandato es tajante: «durante ocho años, el gobierno de los Estados Unidos funcionó virtualmente sin un primer ejecutivo». Su opinión sobre el quehacer del actor convertido en líder político fue aún más controversial: «el deber de Reagan era sonreír, leer los textos del teleapuntador con voz agradable, contar unos cuantos chistes y mantener el auditorio oportunamente confuso». Para el académico, Reagan «parecía disfrutar de la experiencia» de ser presidente, a pesar de los horrores ocurridos durante su mandato. Pero, «en realidad, no es asunto suyo si los jefes dejan montones de cuerpos mutilados en los vertederos de los escuadrones de la muerte en El Salvador o cientos de miles de personas sin hogar en las calles».

Noam Chomsky
Noam Chomsky
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¿Y si el neoliberalismo anhela un genocidio?

En un mundo de clases donde los robots hacen los trabajos de los pobres, ¿para qué los habrían a ellos de necesitar, si con el neoliberalismo en silencio y total impunidad los podrían exterminar?

Todo tendría más sentido. Mucho se aclararía. Comportamientos al parecer irracionales, incomprensibles, cuestionables, se podrían organizar y apreciar perfectamente en un mapa conceptual cuyas líneas, conectores y corchetes, impulsarían la vista hacia un único objetivo final: tres palabras escritas en el rincón del tablero creando una frase capaz de causar un horroroso pánico a quien se atreva a posar sus ojos en ella: «matarlos a todos». Y es que la existencia de tal plan sería lo único que podría dar lógica a la alocada era actual.

Krystal Ball se hizo inolvidable para sus espectadores al recitar un monólogo cargado de información imposible de creer. Durante su espacio en el programa matutino «The Rising», produjo ella un espantoso escalofrío en su audiencia al informar cómo «las corporaciones envenenan a los bebés mientras los reguladores del gobierno miran para otro lado». Imposible encontrar el más mínimo indicio de exageración en su denuncia. Producto de una investigación realizada por el Congreso de los Estados Unidos, se pudo sacar a la luz que cuatro de las compañías comercializadoras de alimentos para bebé más reconocidas del mundo no eran nada distinto a mafias dignas de los peores castigos. No tuvieron ellas, se desprende de la información presentada, el más mínimo inconveniente en vender productos dirigidos a los más pequeños humanos con contenidos poblados de plomo, arsénico, cadmio y mercurio, todos en cantidades exageradas hasta hacerse enfermizas. Incluso, en algunos se descubrieron rastros de los cuatro metales pesados. Una generación entera de bebés envenenados por cuatro de las más grandes corporaciones del planeta. Eso sí, todas con comerciales de sobresaliente hermosura alabando las cualidades nutritivas de sus productos.

Krystal Ball. Foto The Common Good.
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¿Por qué Gamestop es el triunfo anhelado de «Occupy Wall Street»?

La verdadera, espectacular y desconocida historia detrás del evento financiero del siglo.

Nassim Nicholas Taleb abandonó el anonimato desde el lanzamiento de su libro «The Black Swan». En entrevista de promoción del texto con Charlie Rose, compartía el autor que «un corredor de bolsa en Wall Street podría no tener mayor capacidad de predicción que un taxista» sobre su mercado. Y sobre el asunto hablaba desde la experiencia, al ser precisamente en ese lugar mitificado donde se ubicaría su primer trabajo. Durante décadas, los humanos habitando ese rincón de Manhattan le hicieron creer al mundo que las ideas de Taleb eran ridículas: se jactaban de ser ellos unos hechiceros capaces de navegar, gracias a su elevado conocimiento, las turbulentas aguas del mundo financiero. Y la historia parecía creíble; hasta que un grupo de ciudadanos sin mayor educación les ganó una partida mil millonaria, en sus términos y condiciones, y que hundió a muchos de aquellos orgullosos barqueros.

Siempre se encuentra sabiduría en la historia. Acorde al inversor Dylan Ratigan, conocedor del mercado estadounidense como pocos y autor de «Greedy Bastards», los intentos de George W. Bush por privatizar la Seguridad Social de los Estados Unidos se deben enmarcar en el contexto del deseo, habido y permanente, principalmente por Wall Street, de convencer al pequeño inversionista de convertirse en jugador de la bolsa de valores. El deseo de los tiburones del mundo de las finanzas, siempre hambrientos de expandir su negocio, les hacía ver a esos ciudadanos sin recursos monetarios importantes como unas débiles presas que, una vez lograran unir, se convertirían en unas porciones verdaderamente jugosas. Pero las carnadas no lograron atrapar a las víctimas y la desconexión del público con el mundo de las finanzas permaneció incólume. Eso hasta que una compañía dió con la raíz del problema: la interfaz. Las palabras de Ratigan sobre el asunto son clarificadoras: «un inversionista nuevo llegaba al mercado y se encontraba con una interfaz que parecía tan complicada como manejar un 747». La aparición de Robinhood, presentando una plataforma al parecer desarrollada bajo el lema «inversiones para dummies», la que además no cobraba comisiones a sus usuarios, atrajo y convenció a millones de participar.

Dylan Ratigan. Foto de dylanratigan.com
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¿Quién se robó el sueño americano?

A quién se debe culpar de que sea hoy Estados Unidos un Estado Fallido.

Los latinoamericanos han sabido hacer una broma de un tratado político. Según los naturales a esas tierras, «en los Estados Unidos los golpes de Estado no se habían presentado porque ese país no ha tenido jamás en su territorio una embajada de los Estados Unidos». La lista de interrupciones de los procesos democráticos en países al sur del imperio norteamericano es tan extensa como espantosa y constante. La participación de los gringos en estos crímenes contra la democracia es una regular. El término, dicho sea de paso, proviene de una histórica y diciente expresión usada por indígenas mexicanos quienes refiriéndose al color verde de los uniformes de los invasores militares estadounidenses les reclamaban: «green, go», durante la Guerra Mexicano-Estadounidense.

Pero la broma por poco habría de finalizar ese 6 de enero cuando un grupo de ciudadanos se rebelaron contra el proceso democrático de su país buscando impedir la próxima posesión de un presidente electo por los votos. Seguidores ofuscados de Donald Trump, envalentonados por el discurso de su líder, desataron un breve caos institucional y, por un corto periodo de tiempo, enterraron la democracia en el país más poderoso de América. Aunque sea una «ilusión de democracia», parafraseando al lúcido comediante George Carlin, la habida en el coloso del norte no deja de ser una y el asalto al capitolio fue su momento más bajo. Pero aunque terrible, la situación no fue una excepcional. Tan es así que no pareció a nadie sorprender. Y es que el proceso de desintegración en los Estados Unidos es de larga data y la manifestación del principio de 2021 no es más que la estaca en el corazón a la organización política de esa nación, a la que desde ese día se puede denominar oficialmente lo que desde hace un tiempo para muchos de sus habitantes ha venido siendo: un «Estado Fallido».

Donald Trump.
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¿Por qué hay políticos que aman la guerra?

Desnudando el complejo militar industrial y su turbio negocio.

Le urge a Estados Unidos encontrar una nueva misión para sus fuerzas militares. Las razones para ello son complejas y complicadas, pero las muestras son contundentes e incontestables. En el fondo, es la misma y vieja historia de siempre: el negocio. Sea amenazando a Venezuela, moviendo la naval hasta el Mar de China o manteniendo incomprensiblemente sus tropas en Medio Oriente, el triunfador de la Guerra Fría alimenta un monstruo insaciable cuya representación más gráfica es una figura geométrica, y cuyo nombre más reconocido es el «complejo militar industrial».

Fue Sean McFate, en su libro The Modern Mercenary: Private Armies and What They Mean for World Order, publicado por la Universidad de Oxford, de los primeros valientes en constatar que, las guerras en el mundo son perpetradas por compañías listadas en la Bolsa de Valores de Nueva York, haciendo de la aparición de un conflicto un juego especulativo de sus valores y una poderosa fuente de ingresos, abriendo todo un nuevo campo de análisis a cómo se planean y ejecutan los golpes militares. De haberse perpetrado la invasión a Venezuela, por recrear un escenario hipotético, por parte del gobierno Trump, desatando una guerra por todo Sudamérica, un ávido deseo por las acciones de las empresas contratistas militares se habría despertado, enriqueciendo en un santiamén a un puñado de poderosos empresarios. Evidente; pero es de aclarar que, el simple anuncio, genera similares reacciones en los mercados. La expresión «juegos de guerra» nunca fue tan exacta.

Sean McFate
Sean McFate
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