¿Fue la era Uribe Vélez una mera ilusión?

La majestuosidad otorgada por los miembros del uribismo a su líder supremo brota de dos pilares supuestamente establecidos durante su gobierno de ocho años: el crecimiento económico acaecido en su gestión y el incremento en la seguridad nacional percibida por los ciudadanos. Es imposible discutir con las experiencias personales, los sentimientos producidos, las circunstancias vividas; incluso cuando la realidad indica lo contrario. Ellos aseguran así fue; pero yace ahí el debate: el gobierno de Uribe, tan enquistado en un pedestal por los suyos, se derrumba por completo al confrontarlo con los datos y las comparaciones internacionales. Más todavía, fue él un gobernante que en su andar hacía la Casa de Nariño se topó con un billete de lotería ganador, uno cuyo premio despilfarró durante su mandato. Por supuesto, a simple vista o, mejor, a una mirada simplista, la ilusión de riqueza desatada por el gasto es un recuerdo añorado y más aún cuando la resaca posterior a la fiesta no es asumida por el irresponsable parrandero.

Cualquier argumento sobre los hitos en seguridad alcanzados por la política de la “seguridad democrática” del conservador gobierno se difuminan hasta desvanecer con cada palabra pronunciada por los militares retirados en el marco de sus confesiones frente a la Jurisdicción Especial para la Paz, un tribunal funcionando como una comisión de la verdad sobre el conflicto armado colombiano. Los relatos de las figuras castrenses concluyen cualquier debate: sí, existió una política de Estado encaminada a mostrar el asesinato de civiles como miembros del enemigo caídos en combate. En una democracia, la cadena de mando militar finiquita en el presidente. Más aun en Colombia, país cuya carta magna claramente indica que es ese funcionario el comandante supremo de las Fuerzas Armadas de la República. Se dictamina entonces que, el responsable político directo del genocidio causado en Colombia es nadie diferente a Álvaro Uribe Vélez. Querer eximirlo de su responsabilidad por no haber cometido un asesinato directamente o por la falta de pruebas contundentes demostrando que él impartió la orden, es tan ridículo como no otorgarle los triunfos militares a un presidente por, él mismo, en su persona, no haber pisado el campo de batalla.

Álvaro Uribe Vélez
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¿Para qué la propaganda?

El relato de la vida de los grandes humanos se difumina siempre entre un mito o la realidad. Del pasado se ha compartido que Iósif Stalin, encabezando una reunión con los más altos mandos del politburó, manifestó una fuerte frustración a sus subalternos al replicar: “denme una industria el diez por ciento de poderosa de lo que es Hollywood y convierto al mundo entero al comunismo”. La existencia de tal sentencia es un enigma aún a descifrar, pero de haber ocurrido ésta debió haberse presentado en aquellos días en que, como titula el diario.es de España, se vivió un “fugaz romance entre Hollywood y la Unión Soviética”.

Las páginas escritas por Michael S. Shull, en su libro Hollywood War Films 1937-1945, reseñan aquella época con un minucioso repaso de las producciones hollywoodenses durante la confrontación bélica más dolorosa: la Segunda Guerra Mundial. En sus párrafos disecciona obras como «Song of Russia», filme retratando una valerosa colaboración entre los norteamericanos y los rusos para combatir el nazismo, dando espacio para presenciar el nacimiento del amor entre dos ciudadanos de cada país; otra cinta digna de su estudio es «The North Star», producción que exhibe a las granjas colectivas rusas como un paradisiaco lugar; y, una última por citar, «The Boys From Stalingrad», filme donde un grupo de niños rusos heroicamente enfrentan al poderoso y horroroso régimen alemán.

Joseph Stalin
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