La riqueza social se produce, en mayoritarios porcentajes, en organizaciones humanas conocidas como empresas. La misión de cualquier Estado Inversionista, por definición, es engendrar más de éstas, financiando su existencia, pero esforzándose por que las que por él sean instauradas se conviertan en unas más dinámicas, innovadoras y arriesgadas, además de capaces de adaptarse a las demandas por la coyuntura impuestas. Corporaciones realmente ecológicas son de una urgencia imperante, por ofrecer un ejemplo, siendo necesario impulsar emprendimientos provocadores de radicales transformaciones en los modos de producción de variadas áreas de la economía moderna como la alimentación, el transporte, el sector inmobiliario, la vestimenta, la infraestructura vial, entre un largo etcétera.
La capacidad de las empresas para transformar la sociedad es tan abrumadora como esperanzadora, siendo su poder de destrucción tan aterrador como ilusionante su fuerza reparadora. La concepción de “democratización del capital”, el derecho a una asignación para inversión para todos los ciudadanos, proyecta un mundo con un sistema económico más funcional a las necesidades humanas y menos enfocado a los privilegios del capital. La constante creación de nuevas empresas produce una real competencia entre los productores, siendo obligados a incrementos constantes de productividad, de innovaciones, de reducción de precios en lo ofrecido y, más importante, de mejores compensaciones a sus trabajadores. La competencia complica el dominio del mercado por pocos actores, evitando los dañinos monopolios y la peligrosa concentración de la riqueza, tan tangible en la economía moderna.
Sigue leyendo