¿Qué se oculta en Afganistán?

Escasas son las vidas cuya existencia sintetizan eras enteras. La del Mulá Abdul Ghani Baradar no parece serle suficiente ser una de ellas, sino que se alza como una distinguida entre tales singularidades. Figura relevante de los muyahidines de Afganistán, las fuerzas ilegales establecidas por Estados Unidos para derrocar al gobierno secular del país y derrotar a su aliado, el Imperio Soviético, habría de transformarse en líder del grupo fomentado por Pakistán en los años noventa: los talibanes, acarreando como consecuencia el verse abocado a luchar contra sus antiguos socios occidentales, quienes los desafiaron en la Guerra contra el Terror ya en el nuevo milenio.

Atrapado en combate, en Pakistán, en algún momento del 2009 y por sus nuevos adversarios, fue condenado a una estadía en la prisión de Guantánamo como preso político sin derechos, lugar de reclusión y torturas del que saldría en 2018 por exigencia de sus partidarios al presidente Donald Trump como requisito para iniciar las negociaciones que establecerían cómo sería la retirada de las tropas norteamericanas del país asiático. A hoy, el hermano mullah (como es conocido de forma honorífica), ya instalado de nuevo en las más altas esferas del grupo islámico, tiene a su cargo los diálogos con el jefe de la Agencia Central de Inteligencia (C.I.A.) de Joseph Biden, el diplomático William Joseph Burns, centrados en culminar la aventura estadounidenses en territorio afgano.

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¿Por qué se gasta en armas durante una pandemia?

Denunciaba el europarlamentario socialista francés Daniel Cohn-Bendit en 2013, en su espacio por excelencia, en el pleno del Parlamento Europeo, la hipocresía de sus colegas con respecto a una Grecia en bancarrota. Su crítica fue demoledora por lo certera: a la par que los poderosos del Viejo Continente exigían al país heleno una considerable reducción en sus gastos para solventar los problemas de deudas y déficit, no escatimaban esfuerzos para convencerlo de adquirir fragatas, aviones y helicópteros franceses por cerca de 3.000 millones de euros, además de submarinos alemanes por 1.000 millones de euros más. Poco más de un lustro después, en pleno 2021, sin haber superado la debacle a la que sucumbió la nación consecuencia de las hipotecas subprime de 2007, con el Sars-Cov-2 arrinconando a su economía hasta empujarla al precipicio, el gobierno griego defiende la adquisición de aviones franceses Rafale por 2.500 millones de dólares. Podría parecer una excepción a la regla, una pésima tradición de los gobernantes a cargo del país mediterráneo; pero el hecho encuentra un exacto reflejo al otro lado del planeta: en Colombia, un país sufriendo una de sus peores crisis económicas en toda su historia republicana, incrementada por las consecuencias de la pandemia de salud global, su gobierno se afana por comprar cuatro aviones F-16 de Lockheed Martin buscando con desespero 4.000 millones de dólares, que no tiene, para adquirirlos. 

En ambos casos se sustentó la controversial transacción con justificaciones calcadas: para los griegos las amenazas de su vecino Turquía eran anuncios de un conflicto inminente y se requería un notorio fortalecimiento de sus fuerzas de seguridad nacional. En la región sudamericana, el gobierno colombiano considera a su vecino, Venezuela, el centro del terrorismo mundial y un villano planeando invadir su territorio en un plazo breve, obligándolo a poseer las nuevas armas. «Son una estrategia de defensa nacional», postulan desde las altas esferas. Pero la realidad parece ser muy distante: todo indica es un gran negocio, repartiendo jugosas primas de ganancia entre políticos, consultores, analistas y militares, todos con regular presencia en los medios de comunicación más masivos, repitiendo un cacareado discurso de sufrir la peor debacle nacional en caso de no poseer ese equipo. ¿Qué es más fácil de creer? ¿Que los personajes promoviendo las compras son ciudadanos desinteresados preocupados por el futuro de todos; o que son comisionistas de esa venta esperando una ganancia masiva por su realización?

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¿Por qué hay políticos que aman la guerra?

Le urge a Estados Unidos encontrar una nueva misión para sus fuerzas militares. Las razones para ello son complejas y complicadas, pero las muestras son contundentes e incontestables. En el fondo, es la misma y vieja historia de siempre: el negocio. Sea amenazando a Venezuela, moviendo la naval hasta el Mar de China o manteniendo incomprensiblemente sus tropas en Medio Oriente, el triunfador de la Guerra Fría alimenta un monstruo insaciable cuya representación más gráfica es una figura geométrica, y cuyo nombre más reconocido es el «complejo militar industrial».

Fue Sean McFate, en su libro The Modern Mercenary: Private Armies and What They Mean for World Order, publicado por la Universidad de Oxford, de los primeros valientes en constatar que, las guerras en el mundo son perpetradas por compañías listadas en la Bolsa de Valores de Nueva York, haciendo de la aparición de un conflicto un juego especulativo de sus valores y una poderosa fuente de ingresos, abriendo todo un nuevo campo de análisis a cómo se planean y ejecutan los golpes militares. De haberse perpetrado la invasión a Venezuela, por recrear un escenario hipotético, por parte del gobierno Trump, desatando una guerra por todo Sudamérica, un ávido deseo por las acciones de las empresas contratistas militares se habría despertado, enriqueciendo en un santiamén a un puñado de poderosos empresarios. Evidente; pero es de aclarar que, el simple anuncio, genera similares reacciones en los mercados. La expresión «juegos de guerra» nunca fue tan exacta.

Sean McFate
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