Wall Street, ¿el cáncer de la economía?

Durante el metraje de “Hairspray”, la insuperable adaptación para cine hecha por Adam Shankman de la obra de Broadway que arrasó en los premios Tony de 2003, la que a su vez está basada en la intranquilizadora película de los años ochenta dirigida por John Waters, un momento mínimo dentro del filme, pero capital para la historia del cine, se presenta sutilmente. Mientras Penny Pingleton (Amanda Byrnes) fuerza a mirar la pantalla de televisión a Edna Turnblad (John Travolta) para que vea a su hija brillar, la confundida madre le dice a la amiga de su retoño que ya ella “sabe la verdad, que todo fue filmado en un gran set de Hollywood”.

El hecho de que los sucesos del filme se ubiquen en los años sesenta es el contexto necesario para entender la frase del personaje. Y es que hasta hace muy poco la ignorancia del espectador frente al proceso de filmación era absoluta, haciendo del visionado de cualquier película una experiencia mágica y abrumadora, con un gran impacto sobre cualquiera que tuviera oportunidad de disfrutar con las imágenes en movimiento proyectadas en la gran pantalla. En esa época, era una chiva noticiosa de la mayor importancia descubrir que, cuando en una película se veía un hombre colgado de un reloj en un rascacielos, no se filmaba a la persona desde lo alto de un edificio sino en la seguridad de un set y falseando todo el mundo alrededor suyo.

Harold Lloyd en «Safety Last».

La conocida anécdota de la primera proyección de un filme, “The Arrival of a Train”, de los hermanos Lumiere, ofrece una muestra contundente del poder que el desconocimiento sobre el proceso de filmación le daba al séptimo arte. El plano usado por los directores era uno de una enorme maquinaria expulsadora de humo acercándose hacia la cámara y, por ende, en dirección a los espectadores, quienes, al ver aproximarse velozmente el inmenso tren salían corriendo despavoridos de la sala de proyección.

En el primer poster de la “Superman” original, la clásica cinta de Richard Donner, se usaba un tagline que se exhibía con orgullo en todo el material de promoción de la producción, resaltándose de forma contundente en cada caso: “Creerás que un hombre puede volar”. Los espectadores de finales de los años setenta se maravillaban con cada escena del hombre de acero surcando por los cielos, puesto desconocían que realizadores contaban entre sus herramientas con un proceso técnico denominado Zoptic, diseñado por el director de efectos especiales Zoran Perisic, en el que lo proyectado en una pantalla se podía combinar a la perfección con los movimientos de un actor y una cámara.

«Superman» Poster de Warner Bros.

La ignorancia no se transforma en una crítica al público, o ni siquiera al desinterés por su parte; era, la causa de tal desconocimiento, el que Hollywood se guardaba sus secretos para sí mismo. Pero la maquinaría publicitaria, enfocada siempre en el corto plazo, en el éxito del primer fin de semana, vio en el revelar esa información una capaz de generar cobertura mediática y, por lo tanto, promoción gratuita para sus estrenos. En el momento en que los “detrás de cámaras” se comenzaron a revelar al público las películas de Hollywood dejaron de ser una experiencia mágica y se transformaron en una de apreciación técnica.

Jerry Seinfeld, en uno de sus sketches, invitaba a imaginar lo aburrido que debería ser una fiesta entre magos. Al momento de alguno de ellos sacar un conejo del sombrero el otro respondería inmediatamente con un «¿y qué?». Una muestra viva de esto se dio en los años noventa con la aparición del fenómeno televisivo titulado «El Mago Enmascarado», en la que un hombre explicaba, escondido detrás del anonimato entregado por una máscara, todos los secretos ocultos en cada truco perpetrado por sus colegas. Desde ese momento, cualquier persona que osara partir una mujer en dos en un escenario se enfrentaba a lidiar con los bostezos del público. Eso fue lo hecho por la meca del cine con su producto más adorado: los largometrajes.

The Blair Witch Project.

El «making of» de Hollywood, como si del personaje misterioso que dejó a varios magos sin trabajo se tratara, mató en gran parte la magia habida en el cine. Y es un dolor, realmente, porque cuando algo de ella se recrea en nuestro tiempo, el resultado es maravilloso. El caso de «The Blair Witch Project» fue uno. Para muchos ciudadanos el filme no era uno más; sino por el contrario, uno producido del material real encontrado en la cámara de unos jóvenes estudiantes. El engaño, perpetrado maravillosamente a través de una campaña publicitaría diseñada por Artisan y que anunciaba a los actores como «perdidos», impactó profundamente en las audiencias y logró que una película de 60.000 USD tuviera una recaudación en taquilla cercana a los 250 millones de USD.

La inocencia del espectador, que le hacía ver en lo proyectado en la pantalla una historia real, incrementaba hasta al paroxismo su temor a la hora de enfrentarse a la tensión del filme, un temor convertido en horror consecuencia de los afiches entregados por la distribuidora en los teatros en donde se proyectaba su producción y con los que solicitaban al espectador cualquier tipo de información sobre los actores no encontrados, haciendo del visionado uno igual de impactante al que experimentaron los primeros aficionados aterrados por creer que un tren estaba a punto de arrollarlos. Una vez se supo la verdad, de que todo fue un montaje y un truco publicitario, la película perdió todo su poder, toda su magia. Incluso, una secuela fracasó rotundamente en la taquilla, truncando todos los planes de crecimiento y expansión que tenía su distribuidora, Artisan.

«A View to Kill». MGM

La magia del cine se vive de manera individual y es fácil, para cualquier lector, proyectar la tesis acá estipulada a su propia experiencia. Ver a Roger Moore peleando al borde del Golden Gate Bridge en «A View To A Kill» es una secuencia que puede producir acrofobia cuando se piensa que realmente está peleando el actor en esas alturas; traumatizarse por estar seguro de haber visto un momento snuff en la escena de los cocodrilos en «No Retreat No, Surrender 2», es algo comprensible; temer entrar al mar después de ver «Jaws» fue común entre su audiencia; y, creer con tanta seguridad que ponerse un traje de Superman permite volar hasta el punto de subirse a un techo y tirarse de él disfrazado es algo tan trágico como diciente del poder y la magia del séptimo arte.

Poco o nada de eso hay en el cine actual. Y se postula que es eso una tragedia. El arte no ha dejado de ser un poderoso contador de historias, el más fuerte conocido por el humano, de hecho; pero sí es un entretenimiento incapaz de sorprender. Nadie duda, por un segundo, que «Thor: Ragnarok» se filmó en un estudio con una técnica de chroma key capaz de cambiar el fondo verde por distintos planetas en el universo. No sucedía eso al disfrutar la histórica obra de George Méliès, un afamado ilusionista francés quien tomó el invento de los Lumiére y a punta de trucos y efectos visuales creó un filme maravilloso y revolucionario, lleno de imaginación, capaz de hipnotizar a los espectadores, quienes realmente confiaban en estar viendo a unos personajes de visita en la luna, en su ya histórico «A Trip To The Moon«.

A Trip To The Moon

No parece una exageración postular a un mago como el padre del cine, un humano quien de un avance tecnológico ingenió cómo engendrar un arte; y, a su vez, acusar a Hollywood de ser quién mató ese arte para crear un negocio. Y la causa detrás de tal desgracia es nada diferente al afán de lucro tan insertado en el capitalismo moderno. Desde los años ochenta, época de las grandes megafusiones empresariales, un tiempo magistralmente retratado en el filme de Oliver Stone «Wall Street«, los resultados trimestrales son el largo plazo de cualquier organización económica. Los estudios de Hollywood se convirtieron en meras divisiones de grandes grupos empresariales, interesados en nada diferente a las taquillas conseguidas y las posibilidades de promoción de sus productos en la gran pantalla. Todo vale en pro conquistar la taquilla y por eso la necesidad de un ingreso rápido y estable prostituyó el séptimo arte.

Todo está permitido en el afán de entregar resultados positivos en los balances empresariales, deseando con insaciabilidad un repunte en la valoración bursátil de las empresas, por ende, en el precio de las acciones y, como corolario, en los salarios de los consejeros delegados. El proceso productivo debe sacrificarse acorde a los mandatos financieros. Y todo obedece a un gran objetivo, el mantra máximo del capitalismo: vender lo más barato posible al mayor costo conseguible. Para la sociedad eso ha significada la pérdida contundente de toda calidad en los bienes y servicios a ella ofrecidos, pues la reducción de costos debe llevarse a su máxima posibilidad, incluso arriesgando a sus propios clientes. Tan así es que, para algunos, la visión corporativa ha significado la vida misma. Dos casos modernos deberían prender todas las alarmas.

Similac de Abbott

Bien reporta Amy Goodman en su escrito semanal para Democracy Now el que un informante «detallaba infracciones a las normas de seguridad e higiene en la planta de Laboratorios Abbott ubicada en la ciudad de Sturgis, en el estado de Michigan». A pesar de la vital información a las autoridades entregadas, lo recibido solo fue una pésima supervisión estatal (como denuncia Joseph Stiglitz en todos sus libros, las instituciones de vigilancia están conformadas por fervientes creyentes en el mantra del mercado perfecto), permitiendo con su omisión que «la fábrica de leche de fórmula para bebés más grande de Estados Unidos» continuara funcionando como si nada. La multinacional, por supuesto, expulsó de su nómina a aquel que se atrevió a hablar con la verdad.

Como resultado se tuvo la muerte de dos bebés envenenados, aunque las agencias del Estado no han podido conectar ambas defunciones, de unos infantes intoxicados, con una leche de formula producida en pésimas condiciones de salubridad. Es fácil especular la negativa de los directivos empresariales a detener la producción de uno de sus productos estrellas, Similac, por temerle más a las consecuencias en los resultados trimestrales y la caída en los precios de las acciones y, en consecuencia, en las cifras escritas en sus bonos empresariales que, a los peligros asumidos por sus clientes. Fue, todo esto, «un resultado predecible generado por la codicia corporativa, el encubrimiento y un organismo de control presionado por grupos de interés».

Abbott Laboratories

Las empresas convertidas en públicas, que cotizan sus acciones en el mercado de valores, transforman su misión en un único objetivo: el precio de esos activos. El resto del proceso productivo se subyuga a ese requerimiento. Y el mercado es un dios absolutamente inescrupuloso y uno que, como todo mafioso, no pregunta cómo se hizo para mejorar el indicador, pues a él exclusivamente le interesa recibir el mejor resultado, pronto. Y la respuesta al acertijo para hallar el santo grial de la economía moderna se descubre al responder dos interrogantes: cómo generar más ventas y cómo reducir los costos. Como el Estado estacionario mundial (una economía que no crece producto de la descarrillada inequidad) no permite encontrar respuesta a la primera cuestión, todo el esfuerzo empresarial se desata en hallar una disminución de los egresos, a todo costo. Y ninguna historia más trágica, más dolorosa, más imperdonable que la experiencia de Boeing.

Superman recuerda reiteradamente que, estadísticamente hablando, ningún medio de transporte es más seguro que la aviación. Los datos le otorgan al visitante de Krypton toda la razón. E, históricamente, gran parte del éxito de la industria en lo referente a la seguridad se debía adjudicar a la visión y el equipo de trabajo de una empresa emblemática: Boeing. La multinacional ubicada en Seattle era un baluarte dentro del sector. «Si no es Boeing, yo no voy» era un lema reiterativo entre los usuarios y expertos conocedores de la materia. La clave de su éxito radicaba en su estructura corporativa: Boeing era una empresa de ingenieros. Dominaban ellos con total autoridad el proceso de producción y el resultado era la entrega de productos de avanzada y de la más alta calidad. En una palabra: aviones que garantizaban seguridad a sus pilotos, tripulación y pasajeros.

Logo Boeing.

Pero en 1995 la compañía cayó en las garras de Wall Street y se dejó seducir por las promesas emanadas de su mantra. Primero consolidó su fusión con McDonnell-Douglas y, a posteriori, trasladó su sede central a Chicago. En esa mudanza, como explica uno de los informantes, el control de la compañía se trasladó desde los ingenieros hacía los financieros y ahí empezó, poco a poco, una debacle progresiva en la compañía, en sus sistemas de calidad, y todo concluyó en un trágico desastre: la caída de dos aviones defectuosos en menos de un semestre, un par de 737 MAX, el primero en Etiopia y uno subsiguiente en Indonesia. Una empresa donde las decisiones de ingeniería determinaban los gastos financieros, pasó a convertirse en una donde los financieros determinaban cómo se ejecutaba la ingeniería. La calamidad tocaba a las puertas de Boeing.

El primer horror en Indonesia sorprendió al mundo entero. Años completados sin accidentes lamentables en la aviación comercial global finalizaban. Una era de ensueño daba paso a una de pesadilla para centenares de familias. Al cataclismo causado por el desplome del avión de la aerolínea Lion, en Asía, Boeing respondió inescrupulosamente acusando a los pilotos. Cuando los reportes técnicos demostraron que la causa reposaba en el malfuncionamiento del sistema MCAS, la compañía estadounidense culpó a los hombres a cargo por no haber obedecido al protocolo. La historia era mucho más compleja y aterradora: Boeing, en su maldito afán de ahorrar costos precipitadamente, decidió no informar a ningún piloto en el mundo sobre el nuevo sistema instalado en sus aeronaves y, por lógica fácilmente deducible, no había dictado ningún protocolo de respuesta en caso de que este fallara.

Boeing 720

Boeing se exculpó, presentó un plan en caso de que los hechos se repitieran y continúo la vida como si nada hubiera sucedido. Cinco meses después, en Etiopía, decenas de familias llorarían a los suyos en idénticas circunstancias: un 737 MAX de la compañía Ethiopian Airlines concluía su trayecto hacía Nigeria en un sino infernal. Boeing repetiría sus acusaciones; pero cuando las cajas negras de la aeronave demostraron una ejecución perfecta por parte de los pilotos, siguiendo paso a paso los procedimientos por la empresa recomendados, no hubo defensa posible por parte de la compañía que fuera sostenible: era su culpa, su gran culpa y habían pecado de pensamiento, palabra, obra y omisión.

Las denuncias de los informantes sobre los errores en las dos compañías eran idénticos. Sobre el caso Abbott el informe entregado por la representante Rosa DeLauro era concreto al indicar que “las prácticas negligentes y la violación de las regulaciones se pasaban por alto de manera constante» y que «aquellas personas que se atrevían a agitar las aguas tenían miedo de sufrir represalias». Parece un plagió al leer lo acontecido en el caso Boeing. John Barret, ex gerente de calidad de la empresa, comentaba que «antes, cuando detectabas un problema, te respondían: ‘Es cierto. Lo solucionaremos’. Después de la fusión Boeing dejó de escuchar a sus empleados y cada vez que decía: «Tenemos un problema», ellos atacaban al mensajero e ignoraban el mensaje».

Boeing 737 MAX de Lion Airlines.

En 1.971, Richard Nixon, en aquellos días presidente de los Estados Unidos, decretó el fin de la paridad del dólar con el oro. La firma en el documento ofreció a los bancos centrales y privados el producir emisiones inorgánicas y masivas de dinero. Con tal poder, las altas finanzas se afianzaron en el mando de la economía mundial. El mercado bursátil y de valores, financiado con cantidades ingentes de capital, alcanzó valores inimaginables y convirtió al mundo entero en un casino de la bolsa. Hollywood, Abbott y Boeing, no enfocan sus negocios en el cine, la ciencia y la ingeniería: ahora todas son empresas financieras, enfrascadas en conseguir con los resultados de su parte real, el crecimiento de sus acciones. Pero la tragedia es que, como explica Yanis Varoufakis, ese monstruo de la avaricia, como si de un Frankenstein se tratara, ha adquirido vida autónoma e independiente de lo sucedido en el sector tangible de la economía.

De ahí que los grandes consejeros delegados de las más poderosas compañías, sin importar en el sector de su desempeño, sean figuras provenientes del mundo de las finanzas. Porque es que, además, la especulación es más rentable que la producción. La consecuencia trágica de tal organización es que el esfuerzo de la sociedad, sea en talento humano, recursos o políticas públicas, está enfocado ciegamente en el proteger e incentivar el crecimiento de las apuestas financieras, un sector rentista y no generador de valor para la sociedad, como comparte Mariana Mazzucato. La única capacidad poseída es la creación de una ilusión de riqueza, algo duramente comprendido por los inversores de las criptomonedas. Estos hombres de Wall Street, a los que Franklin Delano Roosevelt bautizó como “los monarcas financieros”, son la plaga, el cáncer de la economía moderna y, en un sentido político, es adecuado aplicarles la eutanasia, como propuso en su momento John Maynard Keynes.

Boeing 737 Max.

Estos hombres de Wall Street, a los que Franklin Delano Roosevelt bautizó como “los monarcas financieros”, son la plaga, el cáncer de la economía moderna.

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